María Guadalupe Allassia
El misterio del dragón
La historia que les voy a narrar ocurrió hace mucho tiempo en estas tierras de América, donde se hablaba, créase o no, de animales fantásticos y temibles como los dragones.Respetando algunos testimonios registrados en las crónicas del siglo XVI en esta Tierra de Indias, hemos de admitir, con cierta curiosidad, que existían los dragones.
¿ O existen todavía ?Aunque nos parezca infantil creer en ellos, en realidad este animal mágico ha sido visto muchas veces en distintos lugares y en diferentes épocas.En alguna parte del universo, tal vez entre las estrellas, está escrito el número sagrado que indica cuántos dragones viven todavía en el tiempo.Admitiendo que es verdad que estuvieron cerca de nuestros ríos y mares –o están todavía- , resulta interesante saber lo que le pasó a Juan de Mota y Rivera, conquistador español, en estas tierras americanas.
Relata esta historia mágica y maravillosa que, navegando por las Islas Dichosas, se encontró Juan con un manantial de aguas purísimas; allí su barco quedó atrapado por las ramas y las raíces que había debajo del agua.
Recordó entonces la leyenda que había escuchado sobre estas tierras. La misma hablaba de un dragón que tenía una perla colgando de su cuello, tan grande como un huevo de paloma. Se decía que custodiaba un tesoro de trescientos años, cerca de un manantial.
Juan de Mota y Rivera bajo del barco con un poco de miedo y se encaminó, de acuerdo con el mapa antiguo que llevaba, a la cueva del dragón. Según San Isidoro, que leyó la historia en un libro dorado, la perla era mágica y poseía el color del fuego y el resplandor del sol.Así fue que Juan, pensando en la perla, entró en una cueva profunda, espada en mano y decidido a todo.Allí estaba el monstruo enorme, con cabeza de caballo, cola de serpiente, alas laterales y cuatro garras, cada una provista de cuatro uñas. De piel dura, áspera y escamosa, parecía una serpiente dormida, resoplando bocanadas de humo.Juan de Mota y Rivera se quedó sin aliento al ver esa criatura extraña que lo espantaba.Pero él era un caballero conquistador.No podía retroceder ante una bestia que el mismísimo San Jorge acometiera con tanto valor. Con fuerza, hundió su espada en la garganta del gigante que dormía, pero ¿ Acaso no sabía Juan que ese gigante era inmortal ?El dragón, despertándose herido, lanzó una bocanada de fuego y de dolor, y decidió entonces matar a quien lo había lastimado sin piedad.
Con los ojos llameantes, mostrando sus dientes afilados, exhaló su aliento venenoso –que hierve a los peces- y levantó su espinazo erizado de púas. El marino cayó al suelo, herido casi mortalmente por la furia incontenible de ese animal que lo envolvía en un torrente de fuego. Pero él era, en esta Tierra de Indias, un hombre distinto, más libre, más violento y también más cruel.
Por eso arremetió otra vez contra el dragón y alcanzó a arrebatarle la perla que llevaba en el cuello, emblema del sol, sin la cual la bestia se volvía inofensiva.Eso es lo que creyó Juan, que no entendía de magia ni de cosas fantásticas que suceden en estas tierras de maravillas.El dragón, fiel a su tradición de ser misterioso, aun sin su talismán, castigó por última vez al hombre clavándole el aguijón de su cola.
Después salió volando, desplegando sus alas, levantando remolinos de tierra y haciendo hervir el agua del manantial. Vapores calientes brotaron de las piedras mientras desaparecía súbitamente.
Invisible –el dragón puede ser visible o invisible, según su voluntad-, pasó como un viento huracanado, sellando para siempre la entrada de la caverna.
El conquistador de islas y montañas, de tierras dichosas que sometía y nominaba a su antojo, se encontró en el suelo, perdida su nave, confuso y aturdido, sin tesoro alguno que llevarse ni qué mostrar. Se lo vio morir poco después, de una rara enfermedad, según dicen, provocada por el veneno del dragón.
Un pobre marino en la Mar del Sur, en la isla de Terarequi, halló la perla que le había sido arrebatada al mágico animal, y la vendió poco después a un hombre muy codicioso que se pasó la noche en vela arrepentido de haber gastado tanto en aquella joya. Éste, a su vez, se la regaló al conde de Nansao, quien la llevó a Sevilla donde fue admirada por “ cosa miracolosa ”, es decir, salida de un milagro.
También la llamaron La Peregrina, porque pasó de mano en mano por mucho tiempo, tan grande era su hermosura y su color de fuego. Un caballero italiano la arrojó al mar porque cada vez que tocaba la perla no podía dormir debido a las pesadillas horribles que padecía.
No se sabe dónde está ahora, pero marinos sabios aseguran que una perla perdida siempre busca a su dragón. Algún día lo encontrará y se ha de cerrar como un círculo mágico esta historia fantástica. Pero para ello, la perla debe seguir el hilo que une los cuatro puntos cardinales y bajar por el laberinto del tiempo. ¿ Lo hallará ?
Porque … ¿ Dónde está el dragón de este relato ?
Algunos dicen que sigue habitando en el agua de nuestros ríos y mares, en un resplandeciente palacio de ópalos y perlas y que cuando sale a la superficie produce lluvias e inundaciones. Otros creen que está en el aire, entre las nubes, y provoca tormentas tan grandes que vuelan los techos de las casas.
Algunos pocos afirman que es invisible y que su presencia se percibe, como un soplo de fuego en la nuca, los días de viento norte.Una mujer lo vio como un fantasma entre la niebla. Una niña, llamada Lucía, lo descubrió frente a su ventana, con una corona de luciérnagas.
Un niño, llamado Jerónimo, lo divisó en la luna. Allí estaba moliendo los suefios de los humanos en un mortero azul. ¿ Por qué ? Porque, tal vez, moliendo y moliendo logre la pulpa de la felicidad y pueda llevarla por todo el universo como un viento encantado.Nada se sabe en realidad, sólo que es inmortal y que pocos ojos humanos parecen haberlo visto.
Yo tuve la suerte de verlo en Paraguay, mucho más pequeño, volando como un ángel. Creo que él también buscaba su perla, porque sus ojos estaban tristes como una noche de invierno cuando cae la lluvia de las lágrimas sin saber por qué.Tal vez sea mejor aceptar su existencia, su secreto y extraño designio, aunque no sepamos como cabalga en el viento, ni cómo, en primavera, puede llegar al cielo.