Observo atónito cómo una vidente en televisión resuelve las dudas de la gente que llama a su programa pagando, eso sí, un euro y pico por minuto de conexión. Me pellizco. Miro a mi alrededor. Sí. Es primavera, estoy en España y esto está ocurriendo. Una mujer se gasta el dinero en una pregunta crucial. Su hija ha perdido el carnet de identidad y no sabe dónde encontrarlo. “¿Qué edad tiene su hija?”, pregunta la vidente. “Dieciséis”, contesta la mujer. “Ah. Vale. Porque yo la veía mayor, pero es que está muy desarrollada. ¿No es así?”. La madre orgullosa responde : “Sí. Sí que lo está”.
La resolución no se hace esperar: “Pues lo ha perdido en un polígono. Estaba en una reunión con unas amigas y el carnet se ha perdido por allí. Pregúntele a ella”, dice la vidente. La madre parece contenta al descubrir dos cosas a la vez: dónde se encuentra por fin el DNI extraviado, y que su hija de 16 años hace fiestas con sus amigas en un polígono. Pero ahí no termina la cosa. “¿Me puede decir ahora los números?”, pregunta de nuevo la madre. “Por supuesto, tome nota”, y la vidente recita sin inmutarse 5 números que va a puntando a la vez en un papel. “A ver si tú que eres tan apañada encuentras este billete de lotería y lo compras”, termina.
Descubro entonces que la gente no sólo llama al programa con excusas tan vitales como encontrar un carnet perdido, sino que lo que verdaderamente quiere son los futuros números premiados de la lotería que esta mujer parece conocer. No sólo eso, sino que la vidente dice tranquilamente un número diferente a cada persona que llama. Cada uno tiene su número premiado, personal e intransferible. Algo que no logro comprender muy bien.
El único don que yo poseo es el adivinar cuándo mi madre me va a llamar por teléfono. Es recíproco. A ella también le ocurre. Pero no sirve para mucho. Lástima que no podamos sacar ningún provecho económico de ello. Me pregunto qué es lo que hace al ser humano creer en todo tipo de predicciones. Por qué se prodigan las leyendas urbanas. Los mensajes en cadena. Por qué tengo que rechazar una y otra vez los emails que llegan a mi buzón de entrada diciendo que si no lo reenvío, algo horrible me va a pasar. Por qué la gente lleva pulseras que te curan. Por qué en todas partes venden souvenirs con el sufijo “de la suerte”. Por qué la gente cree que siguen explotando pechos de silicona en los aviones. Por qué nos comportamos como ovejas en colectividad. Por qué la gente se vacuna en masa contra la gripe del pollo o de cualquier otro animal. Por qué todos los veranos dicen que hay jeringuillas infectadas ocultas en la arena de la playa…
Lo has adivinado.Soy el tipo más escéptico del mundo. La última gran comedura de coco es el día del fin del mundo. El 21 de diciembre de 2012 se acabará todo. Las fábricas de calendarios ven caer sus acciones en bolsa. Se construyen búnkers subterráneos que todo el mundo sabe que existen pero que nadie ha visto. Las sectas mundiales comienzan a fornicar día y noche por si acaso. Pobre del que fallezca en un hospital justo el día de antes, sin que sus ojos puedan ver el espectáculo de la gran bola de fuego estrellarse contra el mundo.
Pero esta vez es en serio. Porque no lo dice una vidente en televisión. Lo dijeron Los Mayas. Que esos sí que dan miedo. Y nos queda poco más de un año. Ni siquiera nos da tiempo a salir de la crisis.
No pongo en duda los increíbles conocimientos que sobre el cielo tenía el pueblo Maya. Pero de ahí a acertar la fecha del fin del mundo … permitídme que viva mucho más tranquilo teniendo mis serias dudas al respecto. Sólo me pregunto quién saca tajada económica de todo esto. Que seguro que hay alguien.¿Por qué se escribe tanto acerca del fin del mundo y nadie se atreve a decir que todo eso es una patraña? Mira a la persona que tienes al lado y abrázala, pero no porque le mundo se vaya a acabar, sino porque te da la gana.
Un efecto impredecible en el alineamiento planetario o una gran tormenta solar científicamente demostrada pueden ponerme un poco más nervioso. Pero que todo esto vaya a ocurrir el año que viene, justo el día antes de la lotería de Navidad…
Teniendo en cuenta que sólo se trata de una predicción, tengo tanto a derecho a titular este artículo El fin del mundo no será en 2012, como todo el resto de catastrofistas a decir lo contrario.
Sólo hay una cosa segura. Y es que nadie me va a poder decir nunca que estoy equivocado.