En fin ,este libro trata de la estupidez, la tontería, la imbecilidad, la incapacidad, la torpeza, la vacuidad, la estrechez de miras, la fatuidad, la idiotez, la locura, el desvarío.
Contrástase siempre la estupidez con la sabiduría. El sabio es el que conoce las causas de las cosas. El estúpido las ignora.
¿Qué es un estúpido? El ser humano a quien la naturaleza ha suministrado órganos sanos, y cuyo instrumento raciocinante carece de defectos, a pesar de lo cual no sabe usarlo correctamente. El defecto reside no en el instrumento, sino en su usuario, el ser humano que utiliza y dirige el instrumento.
La estupidez duele … sólo que rara vez le duele al estúpido.
Hay individuos a quienes la estupidez se les adhiere.
En un mundo perfecto nadie reiría. Es decir, no habría de qué reírse, nada que fuera ridículo.
Una ligera proporción de estupidez es tan improbable como un ligero embarazo.
Sería lamentable llegar a la conclusión de que es posible escribir sobre la estupidez del hombre un libro más voluminoso que sobre su sabiduría.
La estupidez es el arma más destructiva del hombre, su más devastadora epidemia, su lujo más costoso.
La mayoría de las desgracias y debilidades humanas se relacionan con la estupidez.
Toda actividad humana es autoexpresión. Nadie puede dar lo que no lleva en sí mismo. Cuando hablamos, o escribimos, o caminamos, o comemos, o amamos, estamos expresándonos. Y este yo que expresamos no es otra cosa que la vida instintiva, con sus dos fecundas válvulas de escape: el instinto de poder y el instinto sexual.
El atributo más esencial del librepensador es la tolerancia.
El prejuicio constituye una de las formas de la estupidez.
Negamos, olvidamos y justificamos nuestras propias faltas y exageramos las faltas ajenas.
El amor, según lo entendemos hoy, se desarrolló en el período de la caballería.
La gente gasta mucho dinero en astrólogos, brujos, adivinadores de la fortuna y otros especialistas por el estilo. Esta maravillosa presunción de los hombres constituye una de las más notables pruebas de la inmortalidad de la estupidez. Quienes explotan la credulidad de los auténticos creyentes pueden hacerlo porque existe un fértil suelo de estupidez en el que madura la cosecha de la superstición y del engaño.
Los coleccionistas. Hay personas para las cuales coleccionar es una manía devoradora.
La estupidez, en sus formas sexuales y religiosas, ha creado muchas sectas y originado dogmas pervertidos.
Tuvo que ser un historiador alemán quien consagrara casi dos décadas a la tarea de reunir material para su magnum opus, a la que denominó Theatrum Ceremoniale. Es una obra en dos volúmenes, y pesa aproximadamente veinte libras. Describe, analiza, explica y detalla todo el ceremonial que regía la vida de las cortes europeas, imperiales, reales y ducales. Para dirigirse oficialmente a tan exaltados personajes era preciso usar la fórmula “Vuestra Eternidad”.
Otros gobernantes europeos no exigían el mismo tributo de humildad que era obligado en la corte de Bizancio. Aunque como podemos verlo en “Ana y el rey de Siam”, la postración completa subsistió en Siam y en otros países asiáticos hasta bien entrado el siglo XIX y aun durante el siglo XX.
El arquetipo de toda ceremonia fue la famosa etiqueta española. Era tan rígida y provocaba tantas anomalías que había de suministrar a los cronistas y a los coleccionistas de anécdotas material casi inagotable.
La noble dama se atenía a las antiguas normas del galanteo: actitud de rechazo y palabras de aliento, manteniendo así al desgraciado amante en constante tormento de duda.
Luis XIV era el Sol, Alrededor del cual giraba todo el universo, y su persona era la única fuente de calor y luz. Reorganizó y desarrolló la etiqueta española de acuerdo con sus propios gustos. El Rey Sol podía sentirse orgulloso: era el centro no sólo de su corte y de Francia, sino de todo el mundo civilizado. Cuando moría un rey de Francia se embalsamaba el cadáver y se lo enterraba después de cuarenta días. Sobre el féretro se colocaba una efigie de cera del difunto con una corona en la cabeza. Se dispensaban a esta efigie de cera los mismos honores que al propio rey en vida. .
Hugo von Castiglione fue el amo de un enorme imperio financiero e industrial en Europa Central y Oriental. En los papeles privados de Castiglione se hallaron algunas anotaciones que reflejan la filosofía de este fabricante de oro a quien la fortuna sonreía. Algunas frases tratan de conceptos que eran tomados muy en serio:
“No es ladrón el que roba, sino el que se deja sorprender”.
“Suerte es todo lo que me favorece. Verdadera suerte es lo que me favorece y perjudica a otros”.
“Generosidad es el acto que después lamentamos”.
“Hay hombres orgullosos de su pobreza. Son los poetas. Hay mujeres orgullosas de su fealdad. Son las intelectuales. Huye de ambos como de la peste”.
“Nunca hagas mal innecesariamente. Hazlo en la medida que te de provecho y placer”.
“Quien tiene menos que yo es un imbécil; quien tiene más, es un ladrón”.
Hace algunos años los periódicos publicaron una nueva teoría sobre el núcleo interior de nuestro planeta. Un erudito profesor había descubierto que no estaba formado de níquel ni de hierro, sino… ¡De oro!
Si fue difícil hallar, y más aún conservar el oro, siempre se soñó con la existencia de un atajo. Ese fue el sueño del alquimista. Y si los alquimistas no produjeron oro para quienes los patrocinaban, con cierta frecuencia lo obtuvieron para sí mismos, gracias a la inagotable veta de la estupidez humana.
Durante mil años ardió el fuego en los hornos misteriosos de los alquimistas, durante mil años los gobernantes codiciosos persiguieron la quimera del oro artificial. Jamás se formularon una simple y elemental pregunta: ¿Por qué el poseedor de tan vital secreto lo ofrecía a otros, en lugar de reservarlo para su único y exclusivo beneficio?
El empleo medicinal del oro no es ciertamente un hecho nuevo.
El oro fue empleado como droga de carácter medicinal ya en tiempos de Plinio. Posteriormente, los médicos árabes lo convirtieron en el eje de toda su farmacopea.
Luis XI: los médicos emplearon oro líquido para curar la epilepsia del monarca.
Los tesoros perdidos también fueron cebo de la credulidad.
Perseguía al mundo antiguo la idea de que los metales eran entes orgánicos que crecían y se desarrollaban como las plantas. El aurum vegetabile, el “oro que crece”. Son relativamente frecuentes los informes que aluden a la existencia de uvas en cuyo interior hay oro.
En conjunto, la leyenda no era otra cosa que el ensueño dorado concebido por la estupidez, el juego afiebrado de cerebros infectados de codicia.
La más deslumbrante y trágica personificación del oro fue el sueño de Eldorado.
Mientras los españoles obsesionados por la manía del oro perseguían los tesoros de los caciques, llegaron a California. Allí revisaron cada choza, cada aldea, cada pueblo indígena… pero no hallaron oro. Sin embargo, les hubiera bastado inclinarse pues las partículas de oro estaban bajo las plantas de los pies. Soñaban con el famoso Eldorado, y no sabían que ya estaban en él. Los aventureros europeos en busca de tesoros recorrieron durante trescientos años el suelo de California; pero a nadie se le ocurrió examinar las centelleantes arenas de los arroyos, para comprobar a qué obedecían los reflejos arrancados por la luz del sol. El oro había esperado tres siglos, el tiempo que la estupidez humana necesitó para ver lo que estuvo siempre a la vista de todos.
Pero los hombres estaban dispuestos a aceptar versiones más fantásticas aún. Muchos creían firmemente que los animales conocían también el valor del metal más apreciado y codiciado por la humanidad. Plinio el Viejo presentó en su Historia Naturalis como un “hecho científico” el caso de las hormigas recolectoras de oro. Estrabón cita a otros autores, lo cual demuestra que los escritores antiguos no tenían la menor duda respecto de la realidad de estos extraños animales.
El origen de estos mitos debe estar en algún aficionado a la murmuración que quiso provocar verdadera sensación en sus oyentes; finalmente, la materia prima del rumor llegó a manos “profesionales”, que le infundieron forma de estupidez duradera y casi inmortal.
La historia del oro es la historia de la humanidad. Es también un importante ingrediente de la religión, desde el becerro de oro a las estatuas doradas cubiertas de joyas de las madonas y de los santos.
Los reyes primero tomaban prestado de los judíos, luego los nombraban tesoreros y recaudadores de impuestos.
Con el tiempo el “prestamista” se convirtió en el respetado y poderoso banquero. A veces los hijos de los banqueros compraban con su oro la mano de princesas reales.
El oro produjo milagros y creó el Renacimiento; y el metal en bruto, adquirido por los comerciantes, se purificó en la retorta del arte para transformarse en las obras maestras de Cellini y D’Arfé.