BRASIL - ARGENTINA (Las dos caras de esta
moneda)
Más anchas que las Victoria; más
altas que las del Niágara. Son las cataratas de Iguazú, quizá las más bellas del
planeta,
el lugar donde nace el arco iris a
cada instante, 275 cascadas para ver y también para oír.
Iguazú,
donde nace el arco iris
Desde el aire, la Garganta del
Diablo es una enorme brecha por donde parece querer escapar toda el agua del
planeta. Desde abajo, desde el mismo río Iguazú, una fuerza de la naturaleza,
una furia indomable que se abalanza sobre el empequeñecido navegante que se
atreve a llegar hasta sus mismísimas fauces.
A mitad de camino,
especialmente desde la orilla argentina, un torbellino irrepetible de agua,
espuma y vapor, una concatenación de sonidos atronadores que envuelven al
húmedo, estupefacto y poseído viajero hasta convertirlo en algo insignificante
mientras observa con atención cómo cae la portentosa masa de agua, miles de
metros cúbicos por segundo, en su imaginario e hipnotizante camino hasta el
mismísimo centro de la Tierra.
Y es allí, en medio de cualquiera de esos
instantes, ya sea muy de mañana, al mediodía o al atardecer, cuando nace de
forma espontánea y reiterada el arco iris. Porque el arco iris nace en Iguazú, o
al menos es entre sus cataratas donde encuentra su refugio ideal, el escenario
terrenal idóneo, el lugar donde se siente auténtico, real, multicolor. Se le
aparece al viajero cuando menos se lo espera, en cualquier rincón, en cualquier
cascada, por muy pequeña que ésta sea, como si quisiera demostrar que también él
forma parte de este paisaje sobrenatural.
Nacido en las montañas
costeras de Paraná y Santa Catalina, en la Serra do Mar, el Iguazú, de 1.300
kilómetros de longitud, parece un río sumamente tranquilo y normal hasta que, en
una prueba de poder sin igual, se desmadra, se ensancha, se precipita y se
desparrama por las 275 cascadas, que pueden llegar a 350 en la época de lluvias,
que abarcan un área de más de tres kilómetros de anchura y hasta 90 metros de
altura.
Son las cataratas de Iguazú, dicen, las más bellas del planeta.
Unas cataratas a las que ni un millón de fotografías puede hacer justicia; unas
cataratas que es preciso ver y oír para apreciarlas en todo su esplendor. De la
tranquilidad a la locura en sólo unos segundos: un río aparentemente como otro
cualquiera que de repente estalla en mil pedazos para volver a recomponerse unos
cientos de metros después. Cuentan que miles de años antes de ser descubiertas
por el hombre blanco eran un lugar sagrado donde se enterraba a los miembros de
las tribus tupí-guaraní y paraguas. Las descubrió en 1541 el español Alvar
Núñez, Cabeza de Vaca, y las llamó Saltos de Santa María, nombre que cayó en el
olvido para recuperar el legítimo vocablo tupí-guaraní de Iguazú, que lo quiere
decir todo: aguas grandes.
El que quiera ver estas aguas grandes de
verdad, tendrá que hacerlo desde Brasil y Argentina. Quien vea las cataratas
sólo desde uno de estos países no podrá decir que las ha visto realmente, se
quedará únicamente con una imagen parcial. Es imprescindible realizar un pequeño
viaje de Brasil a Argentina o de Argentina a Brasil para ver las dos caras de
esta moneda. Tan diferentes y tan complementarias. El lado brasileño aporta
la globalidad de las cataratas, la vista más general; mientras que el lado
argentino nos acerca al precipicio, nos ofrece primeros planos, hace que nos
asomemos a la misma puerta del infierno.
Aunque tiene menos cascadas que
su vecino argentino, el lado brasileño ofrece mejores vistas y la posibilidad de
apreciar las cataratas desde el aire, desde el propio río y desde tierra. Pocas
experiencias viajeras como la de acercarte en lancha hasta la mismísima Garganta
del Diablo: el vaivén torrencial de las aguas, el rugido violento de éstas
cuando caen, sentirte en medio de una gran explosión de agua, la sensación de
ser etéreo, casi inexistente; el deseo irrefrenable de querer abrir los ojos y
empaparte, y nunca mejor dicho, de todo lo que te rodea... A la derecha, las
cascadas Dos Mosqueteros y Tres Mosqueteros; a la izquierda, las de Santa María
y Floriano. De frente, el vientre de la ballena. Y no puede faltar a la cita,
claro está, el arco iris, que desde allí abajo parece indicarnos una salida al
más allá.
Después, si no se tiene miedo a los helicópteros y a los
bandazos, hay que sobrevolar la zona, ver desde arriba el hachazo que la
naturaleza (el origen de las cataratas se debe a una erupción volcánica acaecida
hace millones de años) ha hecho con el curso de un río pacífico y que por arte
de magia se convierte en salvaje para posteriormente volver a ser lo que fue. La
vista aérea del Parque Nacional de Iguazú, que fue declarado como tal en el año
1939 y Patrimonio de la Humanidad en 1989, nos ofrece una panorámica general del
río antes, durante y después de llegar a las cataratas y de toda la exuberante
vegetación que lo invade, más contundente en Brasil, más cercana en Argentina.
La tercera excursión brasileña nos conduce a los observatorios de los
saltos de Floriano y de Santa María. Allí las vistas del lado argentino y de la
propia Garganta del Diablo, mejor si es con la luz de la mañana, son dignas de
contemplarse con tranquilidad, con tiempo, con los ojos muy abiertos para
observar todo lo que sucede delante de nosotros, y hacerlo en completo silencio,
para que el sonido del agua, ensordecedor en muchos momentos (el estruendo de
las cataratas puede oírse en 15 kilómetros a la redonda), se apodere de la
escena.
Atravesando el Ponte Tancredo Neves, sobre el propio Iguazú, se
llega al lado argentino, o lo que es igual: a otra forma de ver las cataratas.
Son las mismas pero se ven diferentes. Existen tres circuitos que permite
observarlas desde abajo (sendero inferior), desde arriba (sendero superior) y el
tercero que llega hasta la Garganta del Diablo. El circuito inferior, de
kilómetro y medio de longitud, permite ver las cascadas de abajo arriba; se
pueden ver los saltos de Alvar Núñez, Bossetti y Dos Hermanas, donde se rodó una
de las escenas más famosas de La Misión. También se puede llegar a la orilla del
río y coger un barco a la isla San Martín.
RIADAS. El circuito
superior ha cambiado en los últimos años. Antes, sus pasarelas de cemento
llegaban hasta la Garganta del Diablo, pero estas fueron arrasadas por las
riadas. Ahora el tamaño del circuito es reducido, 700 metros, pero sus vistas
intensas. Desde sus miradores se pueden ver desde arriba los saltos de Bossetti
y Dos Hermanas y los de Bernabé Méndez y Mbigua.
La tercera excursión
nos conduce al corazón de las cataratas, a la garganta, a las 14 cascadas
dispuestas alrededor de un pequeño y cerrado agujero pintado de espuma, vapor y
agua que impiden ver el fondo a los que se atreven a mirarle a los ojos. Por la
nueva pasarela de acceso, a la que se llega en un pequeño tren ecológico, se
pueden ver los restos de la anterior. Las pasarelas de ahora dejan pasar el agua
por todos los lados y además son desmontables.
La luminosidad es
absoluta frente a los ojos del diablo y el espectador tendrá que poner en
guardia todos sus sentidos para no perderse ningún detalle, para no convertirse
en agua, para no evaporarse. Ruido y blancura, fuerza y transparencia. Esta
morada de Lucifer, saturada de neblina, que empapa al observador, es el punto
álgido de este río, de estas cataratas. Todo está allí, todo pasa por allí. Si
uno tiene paciencia, y es capaz de acostumbrar sus ojos al brillo de tamaña
cantidad de agua, podrá observar a los vencejos —esos que son capaces de copular
en el aire— lanzarse sobre los riscos para cazar a los insectos en pleno vuelo y
después atravesar las densas cortinas de agua para trasladarse a descansar sobre
los acantilados.
Y es que no sólo de agua vive este paraíso. En el
Parque Nacional de Iguazú, que tiene una extensión de 1.700 kilómetros
cuadrados, que además de Brasil y Argentina se adentra también en Paraguay,
conviven más de 2.000 especies de plantas y 1.100 de aves y mamíferos:
mariposas, papagayos, periquitos, pájaros carpintero, colibríes, lagartos,
hormigas de hasta tres centímetros, arañas de numerosos colores, tucanes, monos,
ciervos, perezosos, osos hormigueros, mapaches, jaguares, tapires, caimanes,
armadillos y, claro está, vencejos... Este paraíso cercano habita en Iguazú,
allí donde nace el arco iris.
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