El 15 de mayo de 1810, hace 212 años, muy pocos hubieran apostado que, apenas diez días después, pasaría lo que pasó en Buenos Aires. Vale la pena entonces echar un vistazo histórico para poner en contexto las jornadas calientes que siguieron y su ulterior desenlace.
Lo primero es colocar en espejo la situación reinante en España y en el Río de la Plata, escenarios remotos articulados por las mismas circunstancias. Allá, Napoleón Bonaparte había invadido la península ibérica y arrebatado la corona a los Borbones —padre e hijo— tras la maniobra que pasó a la historia como “La farsa de Bayona”, una usurpación disfrazada de abdicación de Carlos IV a favor de su hijo Fernando VII, despojado a su vez del real atributo que el emperador de Francia puso en cabeza de su hermano José.
Aquí, entretanto, el virreinato del Río de la Plata había cumplido 34 años de existencia. La extensa jurisdicción abarcaba cuatro de los países actuales —Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia— y estaba a cargo de Baltasar Hidalgo de Cisneros, designado por la Junta Central de Sevilla, último reducto borbónico que pretendía suplir la vacancia del monarca apartado por Napoleón. El Cabildo y la Real Audiencia completaban el aparato de instituciones coloniales que albergaban una frondosa burocracia.
Hasta allí la vida en sociedad se regía por las meticulosas Leyes de Indias que lo regulaban todo. Las decisiones y consultas públicas estaban reservadas a quienes detentaban la calidad de “vecino”, la selecta elite de hombres capaces de acreditar pureza de sangre, oficios admitidos y propiedades tangibles; el resto, incluidas las mujeres, estaba excluido del sistema. El clero tenía gran ascendiente en la población y fuerte presencia en la vida familiar y comunitaria.
Buenos Aires era la metrópoli virreinal. Carecía del glamour de otras capitales americanas, como Lima o México, de un puerto de aguas profundas como Montevideo y en sus adyacencias no había oro ni plata como en otras partes. La principal fuente de recursos provenía de la vasta y generosa pampa colindante, sobre todo cueros, grasa vacuna y carne salada, insumos esenciales de ese tiempo preindustrial. Los hacendados locales —cuya representación ejercía un ascendente Mariano Moreno— no disimulaban su predilección por el libre cambio para favorecer sus negocios ultramarinos, que básicamente consistían en el intercambio de aquellos commodities por productos manufacturados en Inglaterra y otros países. El contrabando para burlar el monopolio español estaba naturalizado como actividad rutinaria y lucrativa.
En cuanto al clima político imperante en la plaza, ya no era el de la apacible aldea de otrora, apegada a chismes y comidillas domésticas. Pasada la momentánea zozobra ocasionada por las frustradas invasiones inglesas de 1806 y 1807, había vuelto cierta normalidad, aunque perturbada por las noticias que llegaban de Europa tras la invasión napoleónica a la península ibérica. En los cafés aledaños a la Plaza Mayor, salones familiares y despachos oficiales, circulaban las novedades del Viejo Continente que se consumían con avidez y alborotaban el avispero. Esas noticias tardaban en llegar a las provincias, enlazadas por el antiguo Camino Real que fatigaban chasques y carruajes de distinto porte. En el interior profundo, despojado del carácter cosmopolita de Buenos Aires, el sentido de pertenencia a España era mayor.
El fermento anticolonial aún no era mayoritario en la sociedad de entonces, pero las ideas iluministas de Rousseau y Montesquieu pululaban en los círculos intelectuales que renegaban del despotismo monárquico. El virrey Cisneros había recomendado en vano a los funcionarios de la Banda Oriental que inspeccionaran las naves que recalaban en Montevideo y retuvieran cualquier documentación inconveniente que viniera en ellas.
Entretanto, los habitúes del conciliábulo que desde hacía tiempo solían reunirse a complotar en una jabonería suburbana “orejeaban las cartas” y seguían con atención lo que sucedía en la lejana España. Además de Hipólito Vieytes y Nicolás Rodríguez Peña —los dueños de casa— concurrían a esas citas clandestinas Juan José Paso, Manuel Belgrano, Juan José Castelli, Domingo French, Antonio Beruti y Agustín Donado, entre otros.
Este grupo estaba en contacto permanente con los comandantes de los principales regimientos de plaza —Cornelio Saavedra, Martín Rodríguez y Francisco Ortiz de Ocampo— auscultando la posibilidad de contar con apoyo armado si las cosas pasaban a mayores, pese a que el circunspecto jefe de los Patricios solía repetir que “las brevas aún no estaban maduras”. En paralelo, French y Beruti comandaban un grupo de choque, la “Legión Infernal”, lista para entrar en acción si las circunstancias lo exigían. Aún no se conocía la novedad rimbombante que dos días antes, el 13 de mayo, había traído la fragata inglesa John Paris: la caída de la Junta de Sevilla.
Faltaban diez días para el gran día, y así estaban las cosas poco antes de que comenzara la vertiginosa Semana de Mayo, pero esa es otra historia …