Son pocos los que saben que el vino más consumido en toda la historia argentina, es el que vamos a describir en esta columna. El famoso vino Carlón, desaparecido ya hace unos cien años, dominó el escenario local durante nada menos que cuatro siglos.
Una de las leyes de la corona española del siglo XVI, citaba que se prohibía el cultivo de la vid en sus colonias americanas, por lo tanto el vino debía ser importado desde España. Con esta premisa, los funcionarios y los altos estratos sociales, se aseguraban la provisión de los vinos finos de la denominación española de La Rioja, de alta calidad. En tanto que, en lo que respecta al resto de la población, debía conformarse con productos más económicos provenientes de Benicarló.
Benicarló es una localidad costera de la provincia de Castellón de la Plana, en la región de Valencia, al Este de España. Allí se elaboraba un vino al que se le agregaba durante su vinificación mosto concentrado cocido, al mejor estilo romano, para preservarlo mejor durante más tiempo. La uva principal con la que se hacía este vino era la Garnacha, junto con la Garnacha Tintorera. Uvas de alto rendimiento en el viñedo, con una carga importante de color y taninos.
Estas cepas, junto con el modo particular de vinificación adoptado, daban como resultado un producto “pesado” en la boca, de gran cuerpo, denso, de unos 15 a 16 grados de alcohol, sabroso, de color intenso azulado oscuro, con una potencia aromática fuerte y persistente. Y justamente por las cualidades descriptas, se hacía un poco difícil beberlo puro, así, directamente del vaso (porque no se piense Usted que se tomaba en copas).
Entonces comenzó la folklórica costumbre argentina de rebajarlo o mezclarlo con agua, hielo, y posteriormente soda. Era la única forma de poder beber los vinos provenientes de Benicarló, que para resumir su nombre los pobladores de aquel entonces los llamaban Carló, lo que finalmente terminó deviniendo en el término Carlón. Desde mediados de los años 1500, hasta principios de 1900, fue un producto tremendamente popular.
Durante esa gran cantidad de años, moldeó y modeló el paladar del consumidor local, e instauró costumbres que aún persisten. No faltaba en ninguna casa del país, en ninguna pulpería, ni en ninguna pizzería (cada escenario acorde a su época). Era sin lugar a dudas el predilecto de los consumidores de aquellos entonces (muchas opciones no había), y que cada vez contaba con más y más demanda, incrementando a altos niveles las ventas de las bodegas de Benicarló, llegando a su punto máximo de comercialización en 1890. Y teniendo como principal destino, el puerto de Buenos Aires.
Se siguió inclusive consumiendo hasta la década de 1920, pero poco a poco iba perdiendo terreno a manos de los exponentes que se realizaban en las provincias de Cuyo (San Juan y Mendoza). Lentamente, los vinos locales, comenzaban a expandirse y a gozar de cierto respeto, ya que impulsados por las comunidades religiosas, los bodegueros hacían cada vez más cantidades y de mejor calidad, dejando de lado el agregado de mosto cocido, clásico del Carlón.
Además, la gran demanda del Carlón, tuvo como consecuencia una merma importante en su calidad, en pos de poder mantener e incrementar la producción, cosa que le jugó totalmente en contra y ayudó más todavía a envalentonar a los pioneros bodegueros nacionales. De todos modos, el Carlón estaba dejando detrás suyo una huella marcada a fuego en la idiosincrasia del pueblo argentino, en sus costumbres y en sus gustos.
En lo referente a la antaño prolífera localidad de Benicarló, su éxito tuvo un abrupto desenlace, ya que las plagas europeas de la filoxera y el mildiu en los viñedos, la diezmaron totalmente. A tal punto que para 1930 ya no quedaba nada, todo había sido arrasado y abandonado, hasta la última vid. Esto era lo único que les faltaba a los vinos argentinos para pasar a ser los protagonistas en las mesas nacionales, reemplazando al otrora famoso Carlón.
De hecho, distintas fuentes argentinas recopilan testimonios de elaboradores de vieja data, quienes anticipaban o presagiaban la futura calidad del vino argentino, como por ejemplo el jesuita que cita el historiador Felipe Pigna, que escribía: “Con mejoras en las condiciones de las bodegas, no sería necesario cargar de la porción de (mosto) cocido que al presente se acostumbra, siendo bastante la mitad o nada. Sin cocido se hizo en Mendoza una cantidad de vino suficiente para el gasto de la comunidad religiosa, que resultó de menos cuerpo, mas al mismo tiempo de bastante espíritu, de excelente gusto, y lo que es más, se conservó y duró casi un año entero”.