El romance de Alfonsina Storni y Horacio Quiroga.
Mantuvieron una relación en la que los unió la complicidad. El trato entre dos escritores que se veían como pares
Horacio Quiroga trabajaba como crítico cinematográfico (primero en Caras y Caretas, luego en El Hogar), razón por la cual iba muy seguido al cine. Pero nunca disfrutaba tanto esas salidas como cuando iba acompañado de Alfonsina Storni, porque significaba que luego irían a algún café para conversar largamente.
Disfrutaban mucho estar juntos, los unía una complicidad indestructible. Una atracción que, a veces, se manifestaba públicamente. Una noche, en una reunión en una casa de la calle Tronador, donde se reunían los escritores de la época, hubo un juego con prendas. A Horacio y Alfonsina les tocó besar al mismo tiempo las caras de un reloj de cadena que sostenía Horacio. Este rápidamente retiró el reloj en el momento que Alfonsina aproximaba a sus labios. Ese beso fue la confirmación de algo que hasta entonces sólo tenía la consistencia de un rumor.
El escritor uruguayo mencionaba a Alfonsina frecuentemente en sus cartas entre los años 1919 y 1922, ese es el período en el que se presume que la relación fue más intensa. En sus misivas a su amigo José María, la menciona con respeto por su obra, la trata como su igual y solo con el nombre de Alfonsina. Hay testimonios de momentos compartidos por la pareja en la Banda Oriental.
Emir Rodríguez Monegal, biógrafo de Quiroga, toma el relato de Emilio Oribe, poeta uruguayo, quien dijo que Horacio Quiroga esperó a Alfonsina Storni a la salida de una conferencia en la Universidad de Montevideo, que dio sobre la poesía de Delmira Agustini. Quiroga no quiso asistir a este evento pero la esperó a Alfonsina a la salida. Ella estaba tocada de un sombrero de paja que sorprendió a los habitantes del barrio cercano al puerto, quienes los vieron sacarse sonrientes una foto en la puerta del restaurante al que entrarían. Volverían a encontrarse muchas otras veces en Uruguay, durante los años en que Quiroga fue adscrito del Consulado en Uruguay.
En 1925, Horacio Quiroga se radicó en Misiones. Había ido por primera vez a esa provincia en 1903, acompañado por Leopoldo Lugones. Cuando decidió regresar, pero para vivir en la selva, intentó convencer a Alfonsina. Fue Benito Quinquela Martín quien la disuadió: “¿Con ese loco? ¡No!”. El pintor tenía una relación áspera con Quiroga, quien lo llamaba “chinche”, porque el verdadero apellido del pintor de la Boca era Chinchela. Lo cierto es que el escritor viajó solo a San Ignacio, dejando su departamento al uruguayo Enrique Amorim. Cada tanto Alfonsina iba a esa vivienda en busca de noticias de Quiroga, quien, perdido entre la densa vegetación de ese pequeño pueblo de provincia –que le inspiraría los Cuentos de la selva; no se hacía tiempo para escribir cartas. No era un hombre que hiciera exactamente lo que se esperaba de él. Este viaje a Misiones fue una prueba de ello.
Sus amigos se preguntaban: “¿Qué hace este escritor de ciudad, que ama caminar por las calles de París, pasando el día a machetazo limpio en la selva, jactándose de matar una termita en tres minutos y una víbora en veinticinco”. Pero ahí estaba, flaco como una rama, construyendo con sus propias manos su casa en la selva, remando ida y vuelta durante dos días ciento veinte kilómetros entre San Ignacio y Posadas, o capaz de viajar ochocientos kilómetros en una motocicleta destartalada para visitar a una amiga rosarina.
Horacio Quiroga estuvo en Misiones un año y, a su regreso a Buenos Aires, volvió a encontrarse con Alfonsina. Se reunían en una casa que había alquilado en Vicente López, donde se leían recíprocamente sus textos, o iban al cine o a conciertos organizados por la Sociedad Wagneriana.
Esta relación finalizó en 1927, cuando el escritor conoció a María Elena Bravo y se casó por segunda vez. Cuando a Quiroga le diagnosticaron cáncer, para evitar la agonía y las humillaciones del dolor, se suicidó. Alfonsina, entonces, escribió: “Morir como tú, Horacio, en tus cabales, y así como en tus cuentos, no está mal; un rayo a tiempo y se acabó la feria...”
Ella, que estaba convencida que más pudre el miedo que la muerte, como una última y paradojal rebelión, el 25 de octubre de 1938, se dejó tragar por el mar.
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