Permitirse llorar no es fácil.
Nos han educado para ser fuertes, ser árboles de pie ante las adversidades de la vida.
Muchas veces sentimos angustia, el pecho dolorido ante tantas presiones
y seguimos caminando, no nos detenemos a llorar:
“Debes ser fuerte…”, “Llorar es de los débiles…”, “Los hombres no lloran…”,
“Llorar es sinónimo de flaqueza…”
Tantas frases hemos escuchado en nuestra infancia,
en nuestra juventud que, ante el dolor, la pérdida, las injusticias,
el fracaso no nos permitimos llorar y agobiados ante tantas presiones
y exigencias en esos pequeños instantes íntimos, “nuestros”, cuando estamos solos,
nos dejamos llevar y las lágrimas que ahogaban nuestro ser empiezan a brotar…
Sufrir la pérdida de ciertas cosas es inherente a la vida del ser humano.
Muchas veces las cosas que perdemos o que se rompen en nuestras vidas son irreemplazables
y ni siquiera nosotros mismos podemos repararlas.
Los que nos quieren, muchas veces pueden ayudarnos
a aliviar nuestro dolor y a soportar las pérdidas.
Cuando somos padres, tratamos de demostrar a nuestros hijos que somos fuertes,
que nada nos quiebra, que nada nos duele,
ya que tememos dañarlos con nuestras debilidades y con nuestras lágrimas….
¡qué equivocados estamos…!
Ellos saben de nuestras tristezas y de nuestras alegrías.
Tan sólo con mirarnos, con abrazarnos, con acariciarnos, perciben nuestro dolor.
No pidamos permiso para llorar, si sentimos que no podemos contener nuestras lágrimas,
si sentimos que el corazón nos duele: Lloremos…
No tenemos que ser fuertes todo el tiempo, toda la vida.
Debemos permitirnos ser, por momentos,
débiles y dejar que nuestros sentimientos salgan.
Desconozco su autor