Un agujero en el zapato...
Queríamos tan poco... una piecita más, una ventana al sol, un poco más de luz...
En el fondo, la encargada criaba gallinas. Al principio nos sobresaltaba el gallo de la madrugada,
después nos acostumbramos. María quedó encinta enseguida; no era lo mejor que nos podía ocurrir,
pero ya que Dios lo mandaba, recibimos al chico con el corazón alborozado y lo llamamos Diego,
como yo, Dieguito.
Para colmo cerraron el taller y todos quedamos sin trabajo.
Tuve que ponerme a buscar como desesperado y agarrar una changa en una fábrica.
Me dije: malos tiempos, ya mejorarán... Pero no mejoraron.
María se enfermó después del parto y pasaron varios meses hasta que se recuperó,
pero no del todo. A nuestro modo tratamos de ser felices.
No pedíamos nada, así que cuando teníamos algo, nos parecía una maravilla.
Era una manera de llevarle ventaja a la desesperanza. Dieguito caminó al año.
Era haragán para hablar, pero un buen día se le desató la lengua
y nos llamó papá y mamá hasta hacernos llorar.
Para nosotros que somos tan pobres, tener a Dieguito es ser un poco ricos.
Cuando María intentó volver a los dobladillos, allá, en la casa de modas, habían tomado otra.
Entonces se puso a lavar ropa en las casas del barrio,
pero los riñones dijeron no y por más que quiso ganarles la partida,
tuvo que abandonar y darse por vencida. Por eso quiero vivir. Ellos me necesitan.
El año pasado nació la nena. María estuvo mal y tuve que dejarla un mes en el hospital.
Dieguito con la abuela. Yo corriendo de un lado a otro,
viendo qué podía hacer para ganar un peso más.
Cuando María mejoró me la traje a las dos a casa y, en medio de todo,
nuestra casa me pareció un palacio. Éramos cuatro, dentro de su pobreza, para querernos.
Dieguito tiene seis años, la nena uno.
La encargada sacó las gallinas del fondo para que los chicos pudieran jugar allí.
Papá yo quiero un revólver. Papá yo quiero pinturitas. El pibe va a primer grado.
Papá yo quiero, yo quiero, yo quiero... Quiere muchas cosas.
A mí se me hace un nudo en la garganta cada vez que lo oigo.
Le acaricio el pelo, lo beso, lo aprieto contra mi pecho.
Dicen que eso basta, que a los chicos hay que darles amor y con eso todo se suple.
Pero no basta.
Hay que ver los zapatos quietos, los zapatos solitarios de las noches de Reyes,
y la mano hurgando en los bolsillos para encontrar el peso que compre la sonrisa.
Un peso que sólo compra una desilusión. -Los Reyes nunca me traen lo que les pido...!
La bicicleta se la pusieron al chico de la otra cuadra! Y uno se traga las lágrimas.
Y uno alza los ojos y pide cosas. Y reza. Y se olvida de rezar.
Y vuelve a inaugurar el padrenuestro...
Y uno se olvida de las palabras de amor para María...
Y un día se siente mal, va al médico del hospital, el médico lo revisa a uno,
le hace sacar radiografías, le hace hacer análisis...
y le dice que no es nada, con una cara grave.
Y uno, que tiene miedo
-no por uno sino por todos eso que puede ocurrir si uno llegara a faltar-
agarra las radiografías y los resultados de los análisis y le dice al médico de la fábrica:
"Esto es del padre de mi mujer... ¿se puede hacer algo por él?"
Y el médico de la fábrica mira, lee, piensa, frunce el ceño,
mueve la cabeza de izquierda a derecha, de derecha a izquierda y murmura:
"Tiene para un mes... a lo sumo, dos".
Un mes. Que se ha pasado pronto. Dieguito me ha mostrado su zapato muchas veces:
-Mirá, tiene un agujero. Y uno quiere vivir.
Por María, con las manos cortajeadas y rojas de fregar.
Por Susana, la nena chiquita que camina sosteniéndose en las paredes
llenas de manchas de humedad y pintura florecida.
Por Dieguito y su comprame y su zapato roto.
Uno quiere vivir y estira las manos buscando ese poco de aire que lo sostenga.
Pero se encuentra con el jornal que no alcanza para el hambre de cuatro, para el frío de cuatro.
Se encuentra con las rajaduras del techo, el cartón donde se rompió el vidrio de la ventana,
el canto de María en la cocina. ¿Cómo se le dice a la mujer
"María te voy a dejar sola con los chicos y toda la pobreza sobre los hombros?
¿Cómo se le dice?
Un mes y nueve días. Algo me oprime el pecho.
Y no son solamente las ganas de llorar ni la lluvia de afuera
ni los hipos quejosos de Susana. María.
Quiero llamarla. Decirle una palabra para que se la guarde siempre.
Una palabra linda. Algo que la haga sonreír. María.
Nunca un vestido nuevo. Nunca un cine. Nunca un peinado en la peluquería.
María... Pero la voz no sale.
La voz se encoge en la garganta como un pichón con frío.
-Papá... -Dieguito se me acerca.
Tiene barro en la cara y el pelo húmedo y desparejo sobre la frente nueva.
Levanta su pie. Su pie de seis años. -Mirá... tengo un agujero en el zapato...
Quiero decirle algo a él también. Algo sobre su zapato.
Su fiel zapato que no lo ha abandonado.
Algo sobre el ruido de las gotas que caen en el balde
colocado debajo de la gotera más grande.
Yo hubiera querido hacer algo por su zapato.
La cabeza se me va vaciando, ante mis ojos todo se nubla,
se aquieta, se acerca... se acerca... se aleja, se acerca, se aleja, se aleja, se aleja.
Creo que estoy muriéndome, y siento la mano de Dieguito tironeándome de la camisa,
y su pequeña voz desalentada: papá... pero papá...
Poldi Bird