CUIDANDO EL REFLEJO
Cuando era pequeña, cuidaba un reflejo. Cada mañana venía desde detrás de la ventana y yo jugaba con él lanzándole objetos de metal o espejos que le ayudaran a saltar de pared en pared. No me gustaba que el reflejo me diera en los ojos. Tampoco me gustaba que se apagase. Yo quería jugar con él e intentaba agarrarlo con los dedos, acariciar la sensación aterciopelada y cálida de su color amarillo. Pero era imposible. Se llamaba “el vola”, porque volaba. Nunca olvidaré a Virginia, con sus caracoles rizados rubios y su mirada de ilusión, persiguiéndolo a carcajadas mientras correteábamos por la habitación: ¡mira, el vola!. El vola era intenso porque era energía pura, tanto que deslumbraba a su paso. El vola era inquieto, nunca se paraba y su intensidad dependía de cómo brillara el sol. El vola era imprevisible, nunca sabías cuándo iba a aparecer ni hasta cuándo podría distraernos con su magia. No recuerdo cómo ni cuándo, pero llegó un día en que dejé de jugar con lo intangible. Supongo que sucedió el día en que me hice mayor. Y pensé que el vola se había ido para siempre.
Hace poco descubrí que, en realidad, el vola nunca se fue, sólo se quedó quietecito dentro de mi alma, abrigándola los días de frío. Entonces comprendí una cosa: independientemente de los reflejos que puedan existir fuera, el vola seguirá en mi alma para siempre, iluminando lo verdadero, reflejando hacia afuera lo que guardo, atrayendo reflejos intensos, inquietos, imprevisibles e intangibles, brillando con toda su pureza. Comprendí que lo verdaderamente importante en el mundo es no olvidarse de que el vola existe y seguir cuidando el reflejo de nuestras almas.