Hay que tener mucho temple para vivir. Es la fuerza misteriosa para sostenerse, es el nervio fundamental para estabilidad de la vida, el soporte para las penas, el eje para manejarse en equilibrio.
El temple está revestido de dignidad, y a veces impone. Cuando recuerdo el temple de algunas personas no sé que decir: sufro un impacto que se lleva las palabras.
Hay que ser de temple para que la flor del alma se abra por estos caminos tan oscuros para arrodillar los ojos cuando no puedan contener las lágrimas, para que los labios estén siempre calientes y las palabras nunca resulten frías.
Hay que ser de temple para mirar este mundo tan sombrío y no matar la esperanza, para mirar este cielo tan nublado y llenarse las manos de ilusiones, como si fueran pájaros en promesas.
Temple para brotar el amor por toda partes como claveles mensajeros de Dios, para sembrar en tierra arenosa y de alguna partecita sacar la rosa que pueda perfumar nuestros dolores.
Hay que tener temple para poner lentes nuevos en las cosas que por sencillas y corrientes y no percibimos, para iluminar rincones que todos llevamos escondidos, y lagrimas que todos vamos llorando.
Tener temple para entrar allá, por la penumbra, por lo tapiado, por lo recóndito, por las profundidades inenseñables, para abrazar a los prójimoque no son nuestros amigos ni nuestros amores y decirles: cuenta conmigo.
Hay que tener temple para evitar las discusiones, sofocar los enfrentamientos, olvidar los rencores, cicatrizar las heridas, evadir los choques y evaporar los resentimientos.
Temple para responder a las sorpresas, enfrentar a los imprevistos y amoldarse a los cambios de la vida. Para buscar en la densa niebla de uno mismo la chispa de luz que pueda sacarlo a flote.
Hay que tener temple para aguantar todas las tormentas y quedar en pie, sin que nada enturbie tu alma, ni enlode tu corazón.
Zenaida Bacardí de Argamasilla