Erase una vez un señor viejecito de barba y cabellos largos y blancos que caminaba tembloroso por los caminos de la vida. Llevaba una túnica blanca y brillante, y sus ojos destacaban por su brillo especial y juvenil. Lucía una sonrisa amplia, desdentada y maravillosa y al caminar se apoyaba en una rama de árbol nudosa y deshojada. Era el Espíritu de la Navidad.
El Espíritu de la Navidad caminaba por todas partes repartiendo alegría y felicidad: inundaba los corazones de ternura, encendía los hogares apagados, deshacía las tristezas y las penas. A éste le regalaba pan, a la otra paz, al de más allá libertad. Para cada criatura tenía un regalo maravilloso.
El Espíritu de la Navidad unas veces se disfrazaba de niña negrita con coletas, otras de jovenzuelo impertinente con gafitas, otras de anciana con moño y bondad, pero siempre que llegaba la Navidad aparecía por allí envuelto en el solsticio de invierno dispuesto a inundar de nieva cálida todos los corazones.
El Espíritu de la Navidad era un mago que tocaba la flauta por los caminos de la vida; con su música hacía nacer un niño en cada corazón, un niño que representaba la paz y la dicha, lo más hermoso que anida en el corazón de cada ser.
Y así un día el Espíritu de la Navidad llegó a tu vida disfrazado de carta de Navidad para desearte la paz, para animarte a celebrar la fiesta de la vida, para poner en tu corazón la semilla de un niño que nace envuelto en invierno y ternura
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