Te adoro mi bien, decía, lleno de insensato ardor un hombre a su amada un día , y la mujer se reía del amante y del amor. ¿Qué prueba te daré bastante, le decía el tierno amante, para hacerte creer en mí? y agregaba suplicante: ¿ qué quieres?,
Por ti haré cuanto me cuadre; con el nombre de mi padre mi existencia te daré, ¿o quieres que abone mi fe, con las joyas de mi madre?
Con desdeñosa sonrisa miraba el hombre la hermosa y su afán le aguijoneaba. Y con su voz espantosa, pero dulce y cariñosa le dijo: Quiero probar tu pasión.
¿Qué quieres?, dijo el hombre.
¡ De tu madre el corazón!
Como si escuchado hubiera el rugido de una fiera un grito dio el hijo herido y a su vez lanzó un gemido que horrorizó a la pantera. La hermosa criminal de la lucha se apercibió y del poder se armó de su belleza infernal. Soltó sus sedosos cabellos, tan diabólicos como bellos, brillar hizo en su mirada luminosos resplandores, y en la boca perfumada de besos embriagadores.
Mas cuando quiso llegar a la hermosa, lleno de pasión, ella con voz espantosa, pero dulce y cariñosa, le dijo otra vez: ¿Y el corazón?
En el alma del doncel lucharon el bien y el mal, más, vencido aquél hízose el hombre un chacal, y con ese paso veloz que nos lleva siempre al delito, fuese el hijo aquel tras la voz de su impuro amor maldito. Dormida la madre estaba en pobre y triste aposento, todavía brillaba una oración en su aliento, quizás si esta soñaba la buena y santa mujer con el hijo que venía; débil luz derramaba una lamparilla, luz que encendió la ternura de un cariñoso amor maternal de ese que buscar procura sombra para su puñal.
Acercóse al santo lecho a tientas buscóle el pecho que fuente fue de su vida. Se oyó un gemido, un extraño ruido como el que causa la garra del león enfurecido que carne viva desgarra; después se escuchaba la respiración que ahogaba a aquel hijo criminal, y la sangre que goteaba de la punta de un puñal; guardó el hijo el corazón de esa madre asesinada y enceguecido de pasión corrió a llevarlo a su amada.
Aguijoneado corrió por la fiebre y el deseo, pero al llegar tropezó y por el suelo rodó con su espantoso trofeo. Y al dar en el pavimento ese ensangrentado lío murmuró con tierno acento:
¿Te has hecho daño, hijo mío?
Y esa voz acongojada, dice al mundo en su dolor, lo que es una madre amada, aun después de asesinada por el hijo de su amor.
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