La contemplación de la naturaleza, el abandono a sus formas irracionales, singulares y enrevesadas,
engendra en nosotros un sentimiento de la coincidencia de nuestro interior con la voluntad que las hizo nacer y acaban por parecernos creaciones propias, obra de nuestro capricho:
vemos temblar y disolverse las fronteras entre nosotros y la Naturaleza, y conociendo un nuevo estado de animo en el que no sabemos ya si las imágenes reflejadas en nuestra retina proceden de impresiones exteriores o interiores.
Ninguna otra práctica nos descubre tan fácil y sencillamente como esta hasta qué punto somos también nosotros creadores
y cómo nuestra alma participa siempre en la continua creación del Mundo.
Una misma divinidad indivisible actúa en nosotros y en la Naturaleza, y si el mundo exterior desapareciera,
cualquiera de nosotros seria capaz de reconstruirlo, pues la montaña y el rio, el árbol y la hoja, la raíz y la flor, todo lo creado del alma, cuya esencia es eternidad, esencia que escapa a nuestro conocimiento, pero que se nos hace sentir como fuerza amorosa y creadora.
(extracto de “Demian”, Hermann Hesse)
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