Todos los veranos íbamos a veranear al campo. Cuando era muy pequeña disfrutaba de pasar tiempo con mis padres en ese lugar pero cuando cumplí doce años las cosas cambiaron. Los veranos se hacían aciagos y cada vez me costaba más soportar el largo mes de agosto aislada de la gran ciudad.
En el campo visitaba a mis primas que como era mucho más grandes que yo apenas si me daban conversación y, generalmente, coincidía con unas primas de mis primas que eran las personas más insípidas que puedan imaginarse. Entre nosotras existía un abismo: ellas en el campo aprendían a sembrar, a ver caer la lluvia y entender por cómo soplaba el viento si convenía salirse de la pileta para evitar el chaparrón. Ellas no sabían nada de nada de la vida verdadera. Y yo cada año sabía más cosas porque en la ciudad cada paso es un aprendizaje.
Eran aburridas y no me gustaban. No quería verlas; pero a decir verdad eran las que permitían que las vacaciones fueran más soportables. Podía burlarme de su estupidez, siempre que les decía algo se lo creían y como yo era algo mayor que ellas, podía controlarlas con facilidad. No sé si eran mellizas pero andaban siempre juntas como siamesas; ¡quién puede querer estar tan pegoteado a alguien! Por suerte yo era hija única y no tenía que compartir nada con mis hermanos. Me daba tanto asco que estuvieran siempre tan unidas, eso no es nada creíble.
Las dos hermanas tenían el pelo rojizo y los ojos. Hablaban poco pero siempre estaban riéndose por lo bajo. Esa risita chillona me molestaba tanto que cuando la oía habría sido capaz de matarlas si hubiera tenido con qué. No las soportaba pero ¡qué habría sido mi verano sin ellas! La posibilidad de jugarles una mala pasada motivaba mis amaneceres. Eran tan estúpidas que podías saltarles encima sin que se quejaran.
Había otra niña que solía visitarnos cuando estábamos de vacaciones, se llamaba Carla, y era muy parecida a mí. ¡También detestaba a las dos hermanitas! Una tarde en la que todos los adultos se habían ido a dar un paseo, nos hallábamos las cuatro solas y yo propuse ir a la piscina. No hay nada más divertido y excitante que meterte en la piscina cuando no hay ningún mayor cerca, sientes la adrenalina de una forma especial.
Con Carla reíamos de lo lindo mientras inventábamos juegos dentro del agua, cuando una de las insulsas intentó meterse. Le recomendamos que no lo hiciera y como insistió comenzamos a chapotear junto a ella hasta empaparla completamente. Entonces, la chica se tiró de cabeza y comenzó a nadar sin prestarnos atención. La ira se apoderó de mí y nadé hacia ella: yo, que venía de la ciudad, iba a natación desde los dos años y no iba a ganarme en esa materia ninguna campesina. La sujete por el pelo; no pudo ni gritar, su cuerpo se hundió como se hunde una piedra.
No recuerdo nada más. Lo único que sé es que cuando desperté mis padres estaban mirándome con los ojos llorosos. Un montón de cables y tubos se cernían en torno a mi cuerpo y no podía hablar con tranquilidad. La cama del hospital se parece un poco al agua. De las hermanas no he vuelto a tener noticias.