Después
de su medio almuerzo, Alicia guardó el resto de pan en uno de sus
bolsillos. Entonces, pensó en aquel cuento que su madre le contara
cuando era una niña, el de una chiquilla que vendía cerillas en navidad.
La
imagen de la pequeña con sus pies desnudos, el frío y la tristeza de
esa noche navideña, la sobrecogió. Pero, con una inmensa sonrisa, se
sobrepuso a ese sentimiento.
Habían
pasado unos años de aquellas tardes de cuentos. Ahora tenía once y ya
era grande para esas tonterías; tenía que ganarse la vida.
A
lo lejos vio a un joven que vendía golosinas en un parque; ella no
podía comerlas porque era demasiado grande y tampoco tenía dinero para
comprarlas. Tocó su bolsillo, confirmando que el pan permanecía allí, y
contuvo el impulso de devorarlo en un santiamén: no querría quedarse
sin desayuno para el día siguiente.
A medida que pasaban las horas, más frío sentía y la soledad de las calles la estremecía con mayor agudeza.
Miró
el cielo: unas terribles nubes anunciaban una noche de tormenta. En
ese mismo instante cientos de personas alzaban su vista al firmamento, y
anhelaban la llegada de la noche vieja: una noche de tormenta a
resguardo del viento y el agua, compartiendo una agradable cena familiar
y abriendo toneladas de regalos. Alicia lo miraba con aflicción.
Por
mucho que pisoteó durante horas las calles de esa ciudad, de la que ni
siquiera sabía el nombre, no vendió nada. Tampoco comió, aunque sí se
enfrió: sus huesos se helaron hasta el núcleo y comenzaron a dolerle.
A
las diez de la noche, las calles estaban absolutamente oscuras y
desiertas y las primeras gotas empapaban el asfalto. Buscó con su
infantil vista un sitio donde cobijarse y encontró un hueco en la punta
de un edificio abandonado. Se arrebujó como pudo con sus débiles
piernitas e intentó calentarse con las imágenes de la niña encendiendo
las cerillas. ¡Lo consiguió! De pronto se sintió a gusto, cálida,
incluso acompañada. Y se durmió con una enorme sonrisa en los labios.
Al
despertar, el calor todavía entibiaba su cuerpito de pocas pulgadas;
estiró las manos y se extrañó al chocar con otro cuerpo tan frágil y
débil como el suyo, y unos enormes ojos pardos que la miraban con
entusiasmo. La niña se prendió al cuello de ese perrito flacucho y
quebradizo y se dispuso a compartir con él el medio pan que le quedaba,
para sellar esa amistad que sobreviviría al frío, al hambre, a la
desolación y a muchas futuras navidades.