En el otoño de 1995, cuando yo preparaba el examen MIR, echaron en el cine
“Los puentes de Maddison”. En esa película, Meryl Streep borda el papel
de una mujer que vive aburrida con sus hijos y su marido, el cual parece que
lleva toda la vida dormido.
Entonces un día aparece en ese pueblecito Clint Eastwood, un romántico
fotógrafo del National Geographic… y ella vuelve a despertar.
Se vuelve a enamorar.
Al final de la película, ella elige seguir al lado de sus hijos y de su marido, a
pesar de estar a punto de dejarlo todo por este hombre que la quiere de
verdad y que la vuelve a hacer florecer como cuando se casó.
Recuerdo cómo me impactó la película.
A la mañana siguiente, estudiando en la biblioteca de enfermería, me puse a
escribir unas líneas, inspirado en la película.Hace unas semanas las
encontré y me hizo gracia veme escribiendo “reflexiones” a mis 24 años.
Esto es lo que escribí por entonces:
Las mujeres son como una flor…
...embellecen nuestra vida con su presencia, con su ternura, con su delicadeza,
con su romanticismo, con su belleza…
Su belleza exterior y, algunas, si tienes la fortuna de llegar a conocerlas
bien, con su belleza interior, que es mucho más pura y, lo más importante,
que perdura.
Pero las mujeres son flores que necesitan ser regadas y alimentadas,
piropeadas, abrazadas, besadas… queridas cada día de sus vidas, desde que
nacen hasta que se despiden de la vida, convirtiéndose en una estrella del cielo
que iluminará a otros y que nos espera a nosotros.
Y estas flores, en fin, tan maravillosas, se van nutriendo de distintos abonos
y riegos que van encontrando durante sus vidas, que las hacen crecer. Y van
probando en su vida jardines donde florecer en toda su amplitud… hasta
que al final, un día, encuentran ese jardín fértil, que les da lo que ninguna tierra
les ha dado. Que las hace florecer como nunca lo habían hecho. Y así lo
hacen, adornándolo, cuidándolo, viviendo y compartiendo su vida en ese jardín.
Y esa flor recibirá un anillo de su jardinero y sonreirá porque va a dedicar su
aprendizaje y su belleza a dársela y compartirla con esa tierra, la más fértil
que jamás ha encontrado y sobre la que extiende sus raíces, orgullosa y
feliz, sintiéndose como dos piezas de un puzzle que encajan a la perfección.
Pero entonces el jardinero, el “adorable jardinero” le colocará una etiqueta
en el tallo que indica “Señora de tal”, que inconscientemente le hará pensar que
ya nunca dejará de florecer, pues tiene la mejor tierra. Que no querrá
ni ansiará seguir floreciendo aún más y más cada día.
Y ese jardinero, que somos a veces los hombres (y me incluyo) se olvidará de
que, aun teniendo esa etiqueta de “Propiedad de…”,
su flor tiene que seguir siendo regada día a día, todos los días!
De que tiene que crecer sin límites… De que sin el riego diario va a marchitarse,
envejecer, morirse, dormirse como él o, en algún caso, escaparse!
Esto último pocas flores lo llegan a hacer. Resignadas recordando los días en
que el riego era lluvia divina y la tierra era fértil como lo es el amor, muchas
de esas flores siguen viviendo, disecadas, conservadas, dormidas, dolidas
y engañadas. Engañadas por alguien que ni siquiera se da cuenta de que
es él quien la ha engañado.
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(Lo comparto de mi correo)