COMO SI
LA CULPA
FUERA TODA MÍA
Yo me acerqué a la ventanilla de su auto y le dije: señor cómpreme cinco por dos pesos,
cinco, lapiceras, todas escriben señor.
Y usted me miró como si me tuviera miedo.
Me dijo: no nena, no.
Y empezó a subir el vidrio.
Yo insistí, suplicante, porque seguro que usted tiene una hija o un hijo, señor, y las
personas que tienen hijos se compadecen de mí y me compran.
Pero usted siguió subiendo el vidrio y no me miró a los ojos ni una vez.
Dejó volando su mirada por el aire sin tocarme con ella, la dejó volar por los demás
coches detenidos, igualito que si yo no estuviera.
Y ni mi voz le llegó, señor, eso que yo le grité:
¡Por favor, por favor!
Estaba por cambiar la luz del semáforo y me agarró como una desesperación.
¿Por qué no me miró los ojos, señor?
¿Por qué atrapó los capuchones de mis lapiceras con el vidrio y si no las retiro rápido los
rompe?
¿Por qué me tuvo miedo, señor?
Si yo tengo solamente diez años y las suelas de los zapatos agujereadas, y no tenía un
arma en la mano sino un puñado de lapiceras con tinta azul, y no quería robarle nada ni
sacarle nada de lo muchísimo que usted tiene, sino, sencillamente venderle baratísimas
esas lapiceras que son de veras, y escriben, y en los negocios se las cobran cinco veces
más caras y no se las alcanzan hasta su auto.
Usted, tan grande, tan sin hambre, tan fuerte, con corbata y saco, usted, tan elegante,
canoso, me tuvo miedo a mí señor.
A mí tan chiquita, tan muerta de frío en invierno, tan cansada como me sentía a las diez
de la noche arriesgándome entre los coches para vender mis lapiceras...
¿Qué fue lo que no quiso ver en mis ojos?
¿Qué fue lo que le dio tanto miedo de mí?
El hambre, señor, no es contagioso.
Duele, hace ruido en la barriga, desespera... pero no se le puede contagiar a otra barriga
llena...
El cansancio tampoco es contagioso.
Ni los agujeros de los zapatos.
Ni la miseria.
Ni mi padre que me tironea del pelo si no vendo.
Ni la falta de caricias.
Nada de lo que yo tengo es contagioso.
Porque no son enfermedad, son problemas, como dice mi abuela.
Usted me puso triste, señor.
Usted hizo que yo me avergonzara, no sé muy bien de qué, pero de algo que hay en mí
y todavía no puedo comprender.
Porque si me miro en las vidrieras de los negocios no veo una nena demasiado diferente
a las demás nenas de diez años.
Veo una nena de diez años mal vestida y con poca risa, pero casi linda y a veces casi
buena y casi con ganas de trabajar en ésto, que me deja las piernas flojitas después de
una montaña de horas y horas por las que trepo con mis corriditas entre los autos, y los
sustos que me dan algunos conductores, a propósito, para reírse mientras mi corazón
galopa y galopa...
Veo una nena que nunca tuvo fiesta de cumpleaños pero igual crece y se va haciendo vieja.
¿Me haré vieja de repente, sin pasar por la edad de los jeans y el rock?
Usted me puso triste, señor.
No fue que no me comprara las lapiceras ni que me gritara que no quería comprar,
ni que me cerrara la ventanilla...
Fue ese miedo de contagiarse la desgracia lo que hizo que yo la sintiera toda junta y más grande.
Y como sucia.
Y como si fuera culpa mía.
Y yo no tengo la culpa, señor.
Yo no puedo hacer nada más que esto que hago.
Y en cambio usted a lo mejor sí puede hacer algo, algo que no sea enojarse conmigo y
tenerme tanta bronca y tanto miedo como si yo fuera... no sé...
Me pregunto, ¿si yo algún día, digo, si por un milagro, me vuelvo rica y con auto y ropa
nueva, seré capaz de hacerle a alguien lo que usted me hizo?
Y me pregunto ¿usted no pensó en mí después de eso?
¿Ni una sola vez?
¿Ni un poquito de pena le quedó... ni un poquito de dolor chiquito como un mosquito?
Poldy Bird