Miro el reloj, son las 2:30 am. Sigo trabajando en el proyecto que debo entregar mañana temprano. Siento un vacío en el estómago que no puedo descifrar. ¿Hambre, ansiedad, sed? Escucho ruidos en la cocina: una envoltura de plástico, la puerta del refrigerador, la de la despensa, líquido cayendo en un vaso… Ante el estímulo, mis tripas empiezan a emitir ese ruido de engranes viejos como diciéndome: “¡Levántate del escritorio y come algo, Nerd! Hace horas que tienes hambre.” De un salto llego a la cocina.
Ahí está Tina, mi roomate, comiéndose unas galletas de chocolate con un vaso enorme de leche. Hago un cálculo rápido, su periodo menstrual está por llegar. Me asomo al bote de la basura y encuentro la caja de Ferrero Rocher… ¡vacía! La saco y se la enseño como si se tratara de la evidencia de una travesura. Tina me mira con ojitos culposos: “No pude evitarlo, rompí mi dieta. Es que ya me va a bajar y tengo unas ganas ANIMALES de comer chocolate.” No la juzgo, la entiendo. Al igual que Tina, padezco de los mismos deseos incontenibles de comer chocolate cuando estoy cerca de “mis días”.
Me siento junto a ella a comer galletas. Empezamos a platicar sobre los atracones y nos damos cuenta que estos momentos “monchis” no son exclusivos del síndrome premenstrual. Entonces hacemos una minuciosa clasificación de los mismos, a saber:
La sonámbula: un hambre voraz nos hace levantarnos de la cama, abrimos el refrigerador, le damos una mordida al pedazo de pizza que sobró o nos bebemos un yogurt entero… y todo eso prácticamente a ojos cerrados. (Tina ha amanecido con un paquete –vacío- de galletas junto a la almohada sin recordar cómo llegó dicho envoltorio hasta sus manos).
La ansiosa: sin explicación alguna, de pronto nos da una temblorina desde la punta del pie hasta la cabeza, pasando por el tracto digestivo. La sensación se diluye temporalmente cuando tomamos un té y un pan dulce con muuucha mantequilla.
La furiosa: ocurre tras un periodo de ayuno, casi siempre ocasionado por algo que se atora en nuestra rutina diaria. A ello se suma la azarosa conjunción de calamidades acontecidas en el trayecto a casa. Una llega convertida en demonio de Tazmania y se come todo lo que encuentra, esté frío, caliente, crudo o cocido.
La chismosa: estamos con las amigas y no nos para la boca, ni para hablar ni para comer. Consumimos cualquier cantidad de tazas de café, té, refresco, vino, cerveza o lo que convenga a la intensidad de la plática. Para acompañar, una selección de bocadillos dulces y salados, siempre alternando estos sabores para no saturar el gusto.
La evasiva: al grito de “no quiero trabajar, no me interesa la charla, no puedo concentrarme, no me da la gana esto o el otro…” atacamos el refrigerador y la despensa, o salimos a comprar una golosina a la tienda de la esquina en busca de algo (¿qué tal un helado doble?) para mantener la mandíbula ocupada en lo que nos decidimos a hacer lo que tenemos que hacer.
La consentida: es la comilona reconfortante que responde al pensamiento de “Hoy me lo merezco”; una vez abierto “el candado”, nos damos permiso de probar esos platillos que en otras circunstancias serían considerados un pecado, pero que en momentos de cansancio se convierten en un verdadero premio a nuestro esfuerzo.
Concluimos que casi todas las chicas tenemos estos momentos monchis, y que en muchos casos éstos alivian o liberan la tensión en circunstancias emocionales difíciles. Sin embargo, después de este alivio temporal llega la culpa (propia o ajena) a arruinarnos la fiesta.
Y yo pregunto: ¿no están cansadas de escuchar la letanía posmonchis?, esa que va: “¡Oh, no! Me siento gorda, comí mucho, por qué lo hice, qué horror, soy un cerdo, cuántos chocolates, bla bla bla…”. Yo sí; es una reacción aprendida para quedar bien ante los demás y ante nuestro ego, pero no sirve de nada. Si en verdad quisiéramos hacer algo positivo al respecto, en vez de flagelarnos frente al espejo podríamos empezar por sentarnos un momentito a reflexionar de dónde vienen esos arranques. Si forman parte de un trastorno mayor, entonces hay que pedir ayuda y atenderse. Pero si no nos causan culpa alguna, ¡hay que disfrutarlos y dejar que las demás chicas también lo disfruten!
El monchis no tiene por qué ser un motivo para llenarnos la cabeza de recriminaciones sobre el deber ser (talla cero, por ejemplo). Si pensamos que la armonía del cuerpo está conectada con un equilibrio interior, si trabajamos a diario para estar en armonía con nosotras mismas (haciendo algo de ejercicio y comiendo bien), destramparse de vez en cuando es un acto inofensivo y hasta liberador. En esa línea de pensamiento, me declaro fan de los monchis. ¿Y tú?
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