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Foto: gentileza Marc van der Aa para VPC
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Alejandra Rey LA NACION
Desde el 6 de diciembre de 1989 hasta el
4 de marzo de 2007 esta pareja
estuvo escapando, ocultándose, buscando refugio,
ahuyentando fantasmas, trabajando en cualquier cosa,
soportando los abusos,
esquivando el hambre, sepultando lejanamente a
sus muertos y criando
a sus cuatro hijos donde el sol les calentara
un poquito el alma colombiana.
Ya no huyen más, juran.
Finalmente, la Argentina los aceptó como refugiados,
por intermedio de Acnur, y ellos, cruelmente cansados,
creen que les llegó la hora de vivir en paz,
derecho que se ganaron a fuerza
de lágrimas y sacrificios extremos.
¿Será posible?
¿A qué pueden aspirar los que huyen del dolor y
de la vergüenza?
Veremos que a muy poco. Veremos que pretender vivir
en libertad puede costar la vida y la dignidad.
Porque la libertad, en esta América latina
emparchada con vendas infectadas,
donde las dictaduras encubiertas, el autoritarismo,
el hambre y la desigualdad son endemias pestilentes,
es un bien preciado que muchos hombres y mujeres
deben comprar.
Y el precio que pagan es tan doloroso que, a veces,
no se puede narrar.
José, a quien todos le dicen Wilson, tiene un leve
parecido a Armando Manzanero y habla ese español
bonito y exacto de la sierra de su país.
Ella, Olga Lucía, como su marido la nombra,
es una mujer pequeña, bella, de pelo negro y
algo rizado, que trata de usted a su esposo,
como se hace allá, al pie de la Cordillera central
de Colombia,donde se conocieron.
Ambos trabajan, ahora, en una empresa de
venta de suplementos dietarios entrenando a
futuros vendedores,
trabajo que es la gloria al lado de lo que pasaron
durante estos
casi 20 años de huida y desplazamientos.
Wilson es 'modelo 63', como le gusta decir.
Nació en Bogotá el
6 de septiembre de ese año en una familia de
clase media 'para arriba', cursó estudios en
escuelas privadas y, cuando la
adolescencia lo atacó con todo el fervor de
las hormonas, se estableció
con su familia en la ciudad de Ibagué por consejo médico:
su madre era alérgica y el aire de la Cordillera la
iba a ayudar, informaron.
Lo que nunca le dijeron, porque tampoco lo suponían esos
médicos, era que el oxígeno de esa Cordillera les
costaría muy caro.
'Mi padre era tendero; cargó su negocio al hombro y
nos fuimos para allá, vivíamos lindo, trabajábamos,
estudiábamos, hasta que conocí a mi mujer y se
me quitaron las ganas de estudiar', cuenta,
y se ríe. La carcajada rebota en esa oficina pequeña
del Once donde,
en ese mismo momento y como si hubiera sido invocada,
entra Olga Lucía, maquillada, con un solero negro
elegante y la sonrisa tenue de quien desconfía.
Wilson la recibe con un beso suave y sigue su relato.
Dice que Olga venía de una familia rica, acomodada,
dueña de varios comercios y que también se enamoró
irremediablemente de él: empezaron a noviar.
'Debimos casarnos en secreto por miedo a
los hermanos de ella y al qué dirán -rememora-;
nos habíamos alquilado un pequeño piso
donde nos veíamos durante el día y
por las noches cada quien volvía a su casa
de sus padres', cuenta.
Pero, como en todos lados pasa lo mismo, alguien
los vio salir del nido de amor, avisó a los
hermanos y, al mejor estilo culebrón
latinoamericano, se lo contaron a la familia de Olga
'y estalló el polvorín, hasta la amenazaron',
dice el marido.
Y ahí estaba Wilson, enamorado como un perro,
dispuesto a defender su amor a toda costa;
entonces fue a buscarla, se la llevó de la
casa paterna y se acomodaron solos, como pudieron,
en un departamento del centro de la ciudad,
sin un peso, pero con la pasión intacta,
la misma que los consumía con sólo mirarse.
Pronto llegaron los hijos (cuatro) y las palabrotas
proferidas por los hermanos de Olga Lucía
se apaciguaron, 'especialmente porque
la mamá de mi esposa se había muerto y los hermanos,
con la excusa
de que ella se había casado en secreto, no le dieron
nada de la plata de la herencia.
Igual, nosotros nos compramos una panadería y
empezamos a trabajar', dice.
Vida tranquila, linda, al pie de esa
Cordillera majestuosa, en un valle
fresco, con los chicos creciendo, con buen trabajo,
sin militancia política,
pero con compromiso con el barrio, con lo social.
Lindo, hasta que a Ibagué llegaron los primeros rumores,
luego los heridos, los escapados y finalmente las muertes.
Al principio, nadie pareció darle importancia porque
eran amenazas anónimas, proferidas por gente
que decía pertenecer al ejército,
a secas, sin identificación. Un ejército fantasma,
por otro lado,
sin uniforme, pero sí con armas. Y pedían,
pedían dinero, alimentos; pedían, exigían.
'Entonces muchos de nosotros no les creímos.
Era 1988, sabíamos que el país estaba extraño, difícil,
pero nosotros
vivíamos en el centro de la ciudad y, hasta donde
sabíamos, esas cosas ocurrían en la periferia,
en las zonas rurales y se hablaba
de reclutamiento forzoso de niños, de torturas'.
Hasta que la amenaza fue diferente:
siempre sin identificarse más que
como del 'ejército', los paraban en la calle,
les pedían dinero y les
recitaban de memoria y con cierta letanía la
agenda familiar:
'Tu hija va a tal colegio y sale a tal hora; tu mujer
ahorita está en el mercado...'
Y lo peor: los Wilson sabían de una familia cuyos hijos
pequeños habían sido llevados de manera forzosa por
un grupo armado y no aparecían por ningún lado;
de hecho, jamás aparecieron.
'Un día -cuenta Wilson- estaba solo en la panadería y
llegaron dos hombres en moto.
Estaba atendiendo, se acercaron, me dijeron
que sabían que había cambiado el carro (el auto), que el
negocio iba bien y que tenía que colaborar con la guerrilla...
-¿Dijeron esa palabra? ¿Cómo sabe que no eran paramilitares
o del ejército regular?
-No, no teníamos seguridad. Dijeron que teníamos que colaborar
con la causa y que nos iban a decir cuándo, cómo y dónde
pasarían por el dinero. Me asustaron. Nunca se identificaban.
Podrían ser de los carteles o de los paras, nadie les iba a
pedir credenciales, si ya por entonces sólo se contaban cadáveres
en Colombia. Me fui a casa y me callé la boca, ni a Olga Lucía
le hablé, porque, la verdad, es que no sabes qué pensar.
Wilson explica que no se animó a hacer la denuncia porque en
la policía local había infiltrados de todas las facciones, que luego
mataban en represalia por la delación; que ninguna persona sabía
quién era quién y que no se podía confiar en nadie.
Y lo dice como si tener a la policía en contra, a los paramilitares
dando vueltas en motos y matando gente, a los barones de la droga
ir de acá para allá construyendo zoológicos fastuosos y hospitales en poblados lejanos y al ejército de la república pidiendo coimas a
cualquier alma que camine por la plaza, fuera la cosa más sencilla,
común y ordinaria del mundo, de su mundo, irremediablemente
colombiano.
Entonces, decidieron huir.
( CONTINÚA )
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