Había un valle en un lejano lugar del universo, en el que la luz del AMOR inundaba todo...
Era un valle precioso con verdes praderas, arroyos de agua fresca y cristalina que regaba todo el valle.
En este valle vivían mil árboles frutales que vivían en paz y libertad, el viento mecía sus hojas y ellos disfrutaban con el vaivén de sus ramas. Eran realmente felices.
Cada uno de ellos daba el fruto que le correspondía en la época apropiada para ser el fruto más rico en sabor y hermoso en presencia.
Los seres que paseaban y trabajaban en la recolección de los frutos, disfrutaban de la energía que allí se sentía.
Había un grupo de árboles que no daban ningún fruto y además se encontraban muy estropeados, no tenían buen aspecto ni color ni luz.
No les gustaba no ser como los demás árboles que daban sus frutos, sentían envidia y celos de ellos. Solo se dedicaban a mirar y observar a los demás árboles. Esto les hacía sentirse peor y se estaban muriendo.
Un día uno de ellos pensó, voy a dejar de mirarme en los otros árboles y voy a tratar de mirar dentro de mí para ver que es lo que no funciona, por que no doy frutos.
Al cabo de un tiempo cambio de color y tenía más luz. Empezaron sus ramas a ser fuertes y a salirle unas hojas hermosas.
Empezó a sentirse mejor. Los otros árboles que estaban cerca se fijaron y siguieron su consejo, aquello cambió de forma maravillosa. Aquella zona se convirtió en un lugar donde los trabajadores después de una dura tarea de recogida de los frutos iban a descansar a la sombra de ellos.
Se dieron cuenta que su fruto era dar sombra y paz.
Yo me he dado cuenta de que ya no me vale mirar a otros y sentir que no soy capaz de dar frutos, solo tengo que encontrar mi fruto para poder ofrecérselo a los demás.
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