Una causa muy importante por la cual no juzgamos ni calificamos debidamente las situaciones y las cosas, es porque tan pronto se nos presentan a nuestra imaginación inmediatamente nos dejamos llevar por la simpatía o la antipatía hacia ellas, y la simpatía y la antipatía vuelven ciega la razón y desfiguran de tal suerte las personas, las situaciones y las cosas que nos parecen diferentes de lo que realmente son.
Un remedio. Si queremos vernos libres de este grave peligro es necesario estar alerta para no opinar sin más ni más, precipitadamente, dejándonos llevar simplemente porque aquello nos agrada o nos desagrada.
Cuando a la mente se presenta una situación, una persona, un objeto, una acción, es necesario darse tiempo para juzgar y examinar despacio, sin apasionamiento, sin demasiada simpatía ni antipatía, antes que la voluntad se determine a amarle o aborrecerle, a aceptarle o rechazarle, a declarar que es agradable o desagradable.
Si la voluntad, antes de analizar y conocer bien el objeto, se inclina a amarlo o aborrecerlo entonces ya el entendimiento no es libre para conocerlo como es verdaderamente en sí, porque la pasión se lo desfigura de tal manera que le obliga a formarse una falsa idea y entonces se inclina a amarle o aborrecerle con vehemencia y no logra guardar reglas ni medidas ni escucha lo que aconseja la razón.
Y dejándose llevar de la inclinación natural, el entendimiento se oscurece cada vez más y representa a la voluntad el objeto o más odioso o más amable que antes, de tal modo que si la persona no se esfuerza por no dejarse llevar por prejuicios e inclinaciones, su entendimiento y su voluntad la van a hacer moverse en un círculo vicioso yendo de error en error, de abismo en abismo y de tinieblas en tinieblas. Por eso mientras estamos apasionados por algo es mejor abstenerse de dar juicio al respecto hasta que se calme la pasión.
Prudencia. Hay que cuidarse con gran cuidado para no tener afecto desordenado a las cosas antes de examinar o conocer lo que son realmente en sí mismas, con la luz de la razón, y especialmente con la luz sobrenatural que envía el Espíritu Santo a quien le reza con fe, y tratar de obtener la luz de la prudencia que se consigue consultando a personas que sepan de ese asunto.
También en lo que es bueno. Notemos que esta prudencia para no dejarse llevar por la sola inclinación antes de juzgar, es necesario no solo en lo que puede ser peligroso, sino también en lo que de por sí es bueno, porque en estas obras, como son dignas de admiración y aprecio, puede haber peligro de dejarse llevar más por el propio gusto que por la conveniencia. Pues basta que haya una circunstancia de tiempo, o de lugar que no sea conveniente para esas obras para que en ese momento no convenga hacerlas.
Por eso hay que saber consultar siempre a los que saben. No todo se puede decir en todas partes ni todo se puede hacer siempre, aunque sean cosas muy buenas, porque todo tiene su tiempo y su lugar, y si no se siguen las reglas de la prudencia, aun por dedicarse a obras muy buenas se pueden cometer muchos disparates. Por eso es tan necesario pedir mucho al Espíritu Santo el Don de Consejo por medio del cual sabemos cuándo, dónde y cómo debemos hacer y decir lo que tenemos que hacer y decir.
Petición diaria. Un santo decía que cada día debemos pedir al Espíritu Santo que nos conceda la virtud de la prudencia, que es la que nos enseña, cuándo y cómo y dónde, debemos decir y hacer cada cosa.
¿Pedimos en verdad de vez en cuando al Divino Espíritu que nos conceda la virtud de la prudencia? Si no la hemos pedido, a empezar desde hoy a pedirla.
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