Alguna vez nos ha pasado que al mirar a otra persona de nuestra misma edad, pensamos: «Seguramente yo no estoy tan viejo (a) como ella o él, ni tampoco lo parezco».
Bueno, optimistas. Lean esta historia.
Mi nombre es Alicia. Un día estaba sentada en la sala de espera del odontólogo para mi primera consulta con él.
En la pared estaba colgado su diploma, con su nombre completo.
De repente, recordé a un muchacho alto, buen mozo, pelo negro, que tenía el mismo nombre, y que estaba en mi clase del liceo, como 30 años atrás. ¿Podría ser el mismo chico del cual yo estaba secretamente enamorada?
Pero después de verlo en el consultorio, rápidamente deseché esos pensamientos. Era un hombre pelón y canoso, su cara estaba llena de arrugas y lucía muy viejo como para haber sido mi compañero de clases.
Después de que examinó mis dientes, le pregunté si había asistido al Liceo Morgan Park.
-Sí, sí- contestó, y sonrió con orgullo.
Le pregunté:
-¿Cuándo te graduaste?
Me contestó:
-En 1975.¿Por qué me lo preguntas?
Y yo le respondí:
-Ahora que recuerdo, ¡tú estabas en el mismo grupo donde yo estaba!
Él me miró detenidamente, y acto seguido ese feo, calvo, arrugado, gordo, barrigón, canoso, decrépito, infeliz y triple hijueputa me preguntó:
-¿Y qué materia dictaba usted, profesora?