Al cabo de un rato, oyó un golpazo; algo había golpeado la ventana. Luego, oyó un segundo
golpe fuerte.
Miró hacia afuera,
pero no logró ver a más de unos pocos metros de distancia. Cuando empezó amainar la
nevada, se aventuró a salir para averiguar qué había golpeado la ventana.
Dos gansos muertos yacían al pié de su ventana y en su potrero descubrió una
bandada de gansos salvajes. Por lo visto iban camino al sur para pasar allí el invierno,
se vieron sorprendidos por la tormenta de nieve y no pudieron seguir. Perdidos, terminaron
en aquella granja sin alimento ni abrigo. Daban aletazos y volaban bajo en círculos por el
campo, cegados por la borrasca, sin seguir un rumbo fijo.
El agricultor sintió lástima de los gansos y quiso ayudarlos.
Sería ideal que se quedaran en el granero -pensó-. Ahí estarán al abrigo
y a salvo durante la noche mientras pasa la tormenta.
Dirigiéndose al establo, abrió las puertas de par en par. Luego, observó y aguardó, con la
esperanza de que las aves advirtieran que estaba abierto y entraran. Los gansos, no obstante,
se limitaron a revolotear dando vueltas. No parecía que se hubieran dado cuenta siquiera de
la existencia del granero y de lo que podría significar en sus circunstancias.
El hombre intentó llamar la atención de las aves, pero sólo consiguió asustarlas y
que se alejaran más. Entró a la casa y salió con algo de pan. Lo fue partiendo en
pedazos y dejando un rastro hasta el establo. Sin embargo, los gansos no
entendieron. El hombre empezó a sentir frustración. Corrió tras ellos tratando
de ahuyentarlos en dirección al granero. Lo único que consiguió fue asustarlos
más y que se dispersaran en todas direcciones menos hacia el granero.
Por mucho que lo intentara, no conseguía que entraran al granero,
donde estarían abrigados y seguros.
¿Por qué no me seguirán? -exclamó- ¿Es que no se dan cuenta de que ese es el único
sitio donde podrán
sobrevivir a la nevasca? Reflexionando por unos instantes, cayó en la cuenta de que l
as aves no seguirían a un ser humano. - Si yo fuera uno de ellos, entonces sí que podría
salvarlos -dijo pensando en voz alta. Seguidamente, se le ocurrió una idea.
Entró al establo, agarró un ganso doméstico de su propiedad y lo llevó en brazos,
paseándolo entre sus congéneres salvajes. A continuación, lo soltó. Su ganso voló
entre los demás y se fue directamente al interior del establo.
Una por una, las otras aves lo siguieron hasta que todas estuvieron a salvo.
El campesino se quedó en silencio por un momento, mientras las palabras que
había pronunciado
hacía unos instantes
aún le resonaban en la cabeza: - Si yo fuera uno de ellos, ¡entonces sí
que podría salvarlos! Reflexionó luego en lo que le había dicho a su mujer aquel día:
- ¿Por qué iba Dios a querer ser como nosotros? ¡Qué ridiculez!
De pronto, todo empezó a cobrar sentido. Entendió que eso era precisamente lo que había hecho Dios.
Diríase que nosotros éramos como aquellos gansos: estábamos ciegos, perdidos y a punto de perecer.
Dios se volvió como nosotros a fin de indicarnos el camino y, por consiguiente,
salvarnos. El agricultor llegó a la conclusión de que ese había sido ni más ni menos
el objeto de la Natividad.
Cuando amainaron los vientos y cesó la cegadora nevasca, su alma quedó en quietud y
meditó en tan maravillosa idea.
De pronto comprendió el sentido de la Navidad y por qué había venido Jesús a la Tierra.
Junto con aquella tormenta pasajera, se disiparon años de incredulidad.
Hincándose de rodillas en la nieve, elevó su primera plegaria:
"¡Gracias, Señor, por venir en forma humana a sacarme de la tormenta!".