Yo conocí a Jesús; su vida vino a ser mi vida, y mi historia quedó unida por siempre a la suya, en este mundo y más allá, en la eternidad. Pero los acontecimientos que juntos vivimos se sucedieron de tal manera que mis ideales y proyectos se separaron de los suyos, y a pesar de que varias veces discutí con él de estas cosas, nunca tuvo por convenientes mis propuestas, y aunque él me escuchaba con amable interés, ahora mi nombre ha venido a ser, para la historia, no más que el recuerdo de Judas Iscariote, el traidor maldito.
En verdad que yo no quise traicionar a Jesús… –debo dejar esto en claro, además de rogar a quien lea lo que escribo, que tenga la misericordia de escucharme-. Yo era un zelota en espera del Mesías, y como tal me llenaba de orgullo pertenecer a este grupo que le preparaba un ejército del que pudiese disponer para concretar el plan divino de liberar a Israel, su Pueblo, de la ocupación romana.
Yo era tan joven como Jesús, tal vez un poco más, y aunque él conservaba su corazón sereno, mi espíritu era el de la batalla; mi mente no pensaba en cosa que no fuese el ataque a los invasores; mis puños vivían apretados; mis dedos, duros como madera de olivo, empuñaban la espada con la fuerza del odio; y mis dientes se tallaban toda vez que me dormía para soñar en la victoria. Yo soñaba a mi Pueblo liberado, yo anhelaba ver a los romanos hundirse en las mismas aguas que devoraron a los egipcios, nuestros verdugos de antaño.
De que Jesús fuese el Mesías yo nunca tuve duda, por eso le entregué mi vida y le confié la liberación de nuestro Pueblo. Hasta allí nuestros ideales fueron los mismos, pues él solía hablar de esto, de un reino de justicia y del tiempo de la redención que ya se había cumplido. Esas palabras suyas, que rasgaban el aire y soplaban hasta nosotros ese tiempo prometido en las escrituras sagradas, acompañaban a su mirada elevándose hacia lo más alto de los cielos, con lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.
Yo fui el mejor amigo de Jesús, por eso él me convidaba de su plato en las comidas, y yo lo amé en el saludable amor de los amigos, en el amor fraternal del hermano adoptado por el corazón, lo amé en mis alegrías y en el dolor de mis arrepentimientos… pero Jesús no marcaba la señal que los zelotas esperábamos para iniciar el levantamiento. No era por cobardía, yo lo sé, yo conocí esos ojos que cuando sostenían la mirada con firmeza provocaban en todos inclinar la cabeza. A Jesús nunca lo detuvo el miedo, sino algo que todos notamos: que aunque estaba entre nosotros no era uno de nosotros, y que a pesar de que estaba en la Tierra, él era del Cielo.
El hijo de María y de José se conducía en la vida con tal nobleza que pensé que le convendría el empujón de un amigo para provocar que en su interior saltara aquel resorte que él mismo luchaba por conservar oprimido. Así que puse en curso mi plan, acudí al palacio del sumo sacerdote, hablé con Anás y Caifás, se tragaron mi engaño y hasta me recompensaron con treinta monedas. Si pudiese decirse de mí que traicioné a alguien, fue a ese par de intrigosos asesinos que enviaron unos esbirros a aprehender a Jesús. Los conduje hacia él porque yo allí tenía preparado a un grupo de zelotas para desatar el levantamiento; entre ellos estaba Simón-Pedro bien dispuesto con la espada… pero Jesús, frustrando mi plan ordenó bajar las armas mientras se entregaba a sus captores. Ante eso ya no pude enderezar nada y todo se colapsó en su nefasta muerte y en esta traición que ensució mi alma.
¡Pobre de mí! Si hubiese comprendido a tiempo las enseñanzas de Jesús… Pero todo se enredó invadiéndome de sentimientos acusadores. No pude más con eso, preferí no vivir y me quité la vida dejándoles a todos el miserable testimonio de mi tormento cuando me colgué de un madero para morir como un maldito de Dios. ¡Cómo me maldije a mí mismo! En verdad que hubiese preferido no haber nacido, tal y como Jesús lo predijo.
Ya no sé cuánto tiempo ha pasado… Hoy sólo deseo mirar sus ojos y escuchar su risa otra vez. Aquí seguiré hasta que se lave mi culpa, hasta entonces podré reunirme con él. Sé que él sabe cuánto lo amo, como sabe también que nunca lo quise traicionar.