¡Una noche tuve un sueño!, en el que el juicio de Dios había llegado y se encontraban separados salvos de condenados,
para mi buena fortuna estaba entre los salvos,
pero sólo éramos un puñado de gente y esperábamos sobre una nube a las puertas del cielo.
Mientras abajo en un mar de llamas, gritaban y lloraban una cantidad infinita de personas.
Yo estaba parado en el borde de aquella nube y no podía quitar la mirada de aquel infierno de dolor.
En ese momento Dios abrió las puertas del cielo y dijo: “Ustedes son dignos hijos míos,
pues me enorgullecieron con sus acciones durante su vida física, entren hijitos, entren al paraíso,
donde podrán vivir conmigo eternamente”.
Al escuchar esto, todos los que conmigo estaban desbordaron de alegría,
se abrazaban, brincaban y entraban corriendo al paraíso, mas yo no podía moverme,
ni dejar de mirar el dolor infinito que sufrían esas almas en la profundidad del abismo,
comenzando a rodar algunas lágrimas de mis ojos.
Después de un tiempo considerado escuche unos pasos
que se acercaban hacia mí y al estar a mi lado me dijo Dios: “¡Hijito!
¿Qué te detiene de entrar al deleite más deseado de todo el universo y de poder estar a mi lado,
en la felicidad eterna?”, a lo que mi respuesta fue una pregunta: “
¡Padre! ¿Qué le pasara a todas esas almas?”.
“Esas almas están condenadas a sufrir eternamente en las llamas del dolor”,
al escuchar eso no pude aguantar el llanto que se apodero de mi ser sin poder controlarlo,
cayendo de rodillas sobre la nube, y le dije: “si yo renunciara a la vida eterna para siempre,
¿sería suficiente para darles otra oportunidad a todas esas almas?”,
a lo que contesto mientras acariciaba mis cabellos:
“hijito si así desearas así sería, pero jamás entrarías al paraíso y nunca verías mi rostro”.
Al saber eso cerré mis ojos y con mis manos seque mis lágrimas
y al abrirlos de nuevo me puse de pie y le dije: “gracias padre,
nunca olvides que te amo” y salte de la nube con todas mis fuerzas,
mientras caía el fuego quemaba mis alas, más el dolor físico no importaba y lloraba sonriendo,
feliz de que todas esas almas tendrían una nueva oportunidad
y triste de saber que jamás vería el rostro de Dios.
Pero en mi corazón nació una esperanza llena de fe,
que quizás algún día cuando todas las almas estuvieran en el cielo
y yo fuera el único en el infierno,
Dios se asomaría desde la nube para mirar hacia abajo,
donde yo me encontraría con la miranda hacia el cielo,
llorando de la tristeza de no poder estar a su lado.