LA ROSA NIÑA
A Mademoiselle Margarita M. Guido
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Cristal, oro y rosa. Alba en Palestina. Salen los tres reyes de adorar al
rey, flor de infancia llena de una luz divina que humaniza y dora la
mula y el buey.
Baltasar medita, mirando la estrella que guía en la altura. Gaspar sueña
en la visión sagrada. Melchor ve en aquella visión la llegada de un
mágico bien.
Las cabalgaduras sacuden los cuellos cubiertos de sedas y metales. Frío
matinal refresca belfos de camellos húmedos de gracia, de azul y rocío.
Las meditaciones de la barba sabia van acompasando los plumajes flavos,
los ágiles trotes de potros de Arabia y las risas blancas de negros
esclavos.
¿De dónde vinieron a la Epifanía? ¿De Persia? ¿De Egipto? ¿De la India?
Es en vano cavilar. Vinieron de la luz, del Día, del Amor. Inútil
pensar, Tertuliano.
El fin anunciaban de un gran cautiverio y el advenimiento de un raro
tesoro. Traían un símbolo de triple misterio, portando el incienso, la
mirra y el oro.
En las cercanías de Belén se para el cortejo. ¿A causa? A causa de que
una dulce niña de belleza rara surge ante los magos, todo ensueño y fe.
¡Oh, reyes! —les dice—. Yo soy una niña que oyó a los vecinos pastores
cantar, y desde la próxima florida campiña miró vuestro regio cortejo
pasar.
Yo sé que ha nacido Jesús Nazareno, que el mundo está lleno de gozo por
El, y que es tan rosado, tan lindo y tan bueno, que hace al sol más sol,
y a la miel más miel.
Aún no llega el día... ¿Dónde está el establo? Prestadme la estrella para
ir a Belén. No tengáis cuidado que la apague el diablo, con mis ojos
puros la cuidaré bien.
Los magos quedaron silenciosos. Bella de toda belleza, a Belén tornó
la estrella y la niña, llevada por ella al establo, cuna de Jesús,
entró.
Pero cuando estuvo junto a aquel infante, en cuyas pupilas miró a Dios
arder, se quedó pasmada, pálido el semblante, porque no tenía nada que
ofrecer.
La Madre miraba a su niño lucero, las dos bestias buenas daban su calor;
sonreía el santo viejo carpintero, la niña estaba temblando de amor.
Allí había oro en cajas reales, perfumes en frascos de hechura oriental,
incienso en copas de finos metales, y quesos, y flores, y miel de panal.
Se puso rosada, rosada, rosada... ante la mirada del niño Jesús.
(Felizmente que era su madrina un hada, de Anatole France o el doctor
Mardrús).
¡Qué dar a ese niño, qué dar sino ella! ¿Qué dar a ese tierno divino
Señor? Le hubiera ofrecido la mágica estrella, la de Baltasar, Gaspar y
Melchor...
Mas a los influjos del hada amorosa, que supo el secreto de aquel
corazón, se fue convirtiendo poco a poco en rosa, en rosa más bella que
las de Sarón.
La metamorfosis fue santa aquel día (la sombra lejana de Ovidio
aplaudía), pues la dulce niña ofreció al Señor, que le agradecía y le
sonreía, en la melodía de la Epifanía, su cuerpo hecho pétalos y su alma
hecha olor.
Rubén Darío
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