Es un sentimiento íntimo, profundo y grande, que emana del amor fraternal
elevado a su grado más culminante. Es una manifestación espontánea de
ternura que, brotando de lo más recóndito del alma, irradia como una blanca
llama en torno de los seres a quienes presta auxilio, comunicándoles calor, vida,
alegría y alumbrando su senda con celeste claridad. Es el supremo goce del
espíritu emancipado ya de las miserias terrenales; es la ambrosía que liban los
ángeles en su mansión de gloria y que en la cárcel que llamamos tierra apenas
conocemos sus pobres moradores.
Es el puesto más alto en el progreso espiritual, pues el que posee esta virtud
sublime no sólo está redimido, sino que puede redimir a un mundo. Aquí, en
nuestra pequeñez, no podemos comprender la caridad nada más que en sus
rudimentarios actos; una insignificante moneda de cobre que pongamos en la
mano del infeliz menesteroso, nos parece una acción brillantísima.
Un donativo corto, un socorro, un consejo o una expresión de cariño, nos hacen
creernos, cuando los prodigamos, unos gigantes del bien, unos mensajeros de
Dios, que sembramos la dicha en los humanos y pensamos que somos buenos y
merecemos recompensa. ¿Es esto caridad? No; la verdadera caridad es la que
apareja el sacrificio, la abnegación y muchas veces las lágrimas del sufrimiento
moral y material que causan los ajenos infortunios; aquélla que se practica sin
recordar que existe el Ser Omnipotente; que no piensa en recibir galardones ni
espera aquí ni allá compensación.
La caridad es la más alta expresión de Amor; es el heroísmo de este sentimiento
santo; con el mismo cuidado aparta a la inocente mariposa de la viva lumbre,
que separa al ciego del abismo, cura al infeliz leproso y ampara al desvalido
huérfano, que da su vida por defender un pueblo víctima del egoísmo y
vasallaje, como se inmola en un patíbulo afrentoso, para legar a un mundo un
código de leyes redentoras. La caridad es humilde, modestísima, como que
ignora ella misma su valer. Ella no enumera los beneficios, no anota sus actos;
ejerce, solamente ejerce su misión santa sin que le rinda el cansancio jamás, sin
que el número de los que reclaman su amparo le cause espanto, porque le
impele el fuego purísimo en que se inflama; brota de sí esa potente luz.
La caridad no es deber, la caridad es Amor. ¿Queréis un ser más caritativo que
la madre? Ese cuidado, ese desvelo, ese afán de consolar, acariciar, educar,
dirigir, vigilar y hacer buenos, y felices a sus hijos; de dar su vida en beneficio
de ellos, de sufrir los martirios más crueles, los odios, las vejaciones,
venganzas, desprecios, hambre, sed, que muchas veces tales tormentos cuesta
el ser madre, y esto a menudo por unos seres ingratos. Tormentos que se
sufren sin esperanza de gloria, sin pensar en laureles; prefiriendo su perdición
eterna (si este absurdo fuera realidad) por hacer la dicha de esos pedazos de
su alma.
Ahora bien: preguntadle a esa débil mujer, si tanto trabajo no la rinde, si tales
dolores no abaten su energía, si no siente decaimiento y extenuación y anhela
poner término a su misión penosa, y os mirará con asombrados ojos, sin
comprender vuestro egoísmo, pues concebir no puede que se sienta de otro
modo; y aun si el mismo Dios bajara y le ordenara no amar a sus hijos, tal vez se
declararía en rebelión. Pues bien; ese amor, esa caridad de las madres, es la
caridad que sienten las almas verdaderamente superiores; no como ellas, para
los hijos solos de su cuerpo, sino para todos los seres que pueblan los mundos y
que hermanos son, pues son hijos de Dios.
Por eso vuelvo a repetir que la caridad es el grado más culminante de amor
fraternal. ¿Hay verdadero amor de hermanos en la Tierra? Sabido es que no
impera éste en la humanidad; sólo hay ensayos de afecto, remedios de amores,
vislumbres de hermanía, aleteos de ternura, amagos de compasión y átomos de
caridad. Necesitamos amar, pero amar con vivo sentimiento; sacudir el egoísmo,
avasallar el orgullo, dominar la soberbia, crucificar la carne con el dominio de
nuestras bastardas pasiones.
Si no podemos aún, trabajemos poco a poco y en silencio; no alardeemos; no
esperemos recompensas por ninguna buena obra ejecutada; no nos creamos
mejor que los demás citándonos como modelo de virtudes que solamente están
en embrión. Procuremos elevarnos en alas del bien hasta que irradiemos como
soles de Amor; igual que irradia Jesús, nuestro hermano celestial; el que cumple
la divina ley, el que purificado ya de toda mancha, con abnegación sin límite,
guiado de fraternal ternura, nos lleva a las regiones de la dicha por medio de la
ciencia, el Amor y la caridad.
Lola Baldoni |
.♥. Fondo Blanca .♥.
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