Había una vez un conejito que vivía en un cerro lleno de árboles de aceitunas. Todos los días venían muchos niños a jugar al cerro. Al conejito le encantaba oír la risa de los niños. Pero lo que más le gustaba al conejito era oír la voz del hombre joven que a veces jugaba con ellos. Cuando se cansaban se sentaban en redondo y el hombre joven les hablaba con esa voz tan dulce y hermosa que hacía suspirar al conejo. Entonces, se acercaba para oír mejor y algún niño pequeñito lo acariciaba mientras oían al amigo grande.
Cuando caía la tarde, los niños se levantaban para regresar a sus casas y entonces sus caras resplandecían con la misma bondad que brillaba en el amigo. Y el conejito se iba a su cueva con el corazón lleno de felicidad.
Cierta noche, Blanquito, que así se llamaba el conejo, sintió ruidos en su cerro, y como era curioso, corrió a ver de qué se trataba; tres hombres roncaban junto a unas piedras y más allá, sí: Estaba el Amigo Grande; corrió sin hacer ruido hasta donde se encontraba de rodillas Él. Pero se detuvo. La hermosa cara del Amigo reflejaba tanta pena, una aflicción tan grande; había miedo también en la expresión del Amigo Bueno. Blanquito hubiera querido consolarlo, pero como era sólo un pobre conejito blanco, se echó a llorar a mares, con todas sus fuerzas, sintiendo la pena y el miedo del Amigo.
Entonces Él lo vio. Lo tomó sobre su corazón y le empezó a explicar con su preciosa voz serena que lo llenaba de emoción.
-Mira Blanquito, van a venir unos hombres a buscarme, porque me van a matar.
El conejito pensó rápidamente que con sus colmillos iba a hacer una gran cueva, donde esconder al Amigo.
-Leo tus pensamientos, Blanquito, -le dijo el Amigo;- pero es preciso que yo muera. No llores así, tan fuerte, que no podrás oírme y tengo algo importante que decirte.
Curioso y asustado, se calló Blanquito, para oír al Amigo. -Cuando yo muera, -prosiguió el Amigo, – los niños van a estar muy tristes, porque no saben que al tercer día voy a resucitar. -¿Qué es resucitar?,- pensó con tristeza el conejito. -Resucitar – dijo el amigo es estar vivo nuevamente. Entonces, al conejito le dieron ganas de reír de pura felicidad. Decía Él, que era necesario que muriera, pero si iba de nuevo a vivir, ya no importaba tanto. -Yo quiero que resucite al tiro,- pensó el conejito. Así los niños se alegrarán mañana al verle |
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-¿Cómo voy a saber que es el tercer día?- pensó porque los conejitos no van a la escuela, no saben contar.
El amigo leyó su pensamiento, y le dijo:
-Cuando yo muera, y se ponga el sol, va a ser una oreja. Al otro día, cuando se ponga sol, va a ser la otra oreja. Y el que venga después, va a ser la cola. Ése va a ser el tercer día; entonces, voy a resucitar y tú serás el encargado de decirles a los niños.
-Pero si yo no sé hablar- pensó Blanquito.
-Escucha, Blanquito, el día de mi resurrección, tú vas a poner huevos de chocolate para los niños, al pié de los olivos.
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Se rió Blanquito, pensando que el Amigo no sabía que los conejos no saben poner huevos como las gallinas. Pero más tranquilo, con la esperanza de la resurrección, se fue a dormir a la cueva. Al otro día temprano, vio que en el cerro frente suyo, se elevaban tres cruces de madera, que antes no estaban. Hubiera querido ir a mirar, era tan curioso, pero había mucha gente, y las personas grandes lo asustaban. Más tarde, cuando casi todos hubieron bajado, se atrevió Blanquito a correr al otro cerro. |
En la cruz del medio, estaba elevado y amarrado el Amigo. Debajo, una mujer tan hermosa como Él, lloraba acompañada de otras mujeres y de un muchacho, a quien Blanquito había visto con el Amigo. Entonces cuando Blanquito creyó que no podía soportar tanta pena, la tierra tembló y el sol empezó a oscurecerse.
-Una oreja pensó Blanquito, acordándose de las palabras del amigo.
El otro día fue muy triste en el cerro, pues los niños no vinieron a jugar. Cuando el sol se estaba escondiendo, el conejito que no hacía otra cosa que pensar en el Amigo, dijo: