LA ÚLTIMA RISA DE
MAMÁ
Agobiada por mi
pérdida, ni siquiera me daba cuenta de lo duro que era el banco en el que estaba
sentada. Estaba en el funeral de mi mejor amiga… mi madre. Finalmente, ella
había perdido su larga batalla con el cáncer. El dolor era tan grande que a
veces me costaba respirar.
Mamá siempre me
había apoyado. Era la que más aplaudía cuando yo actuaba en una obra en la
escuela. La que me alcanzó un pañuelo cuando le conté mi primer desilusión
amorosa. La que me alentó durante toda mi carrera en la universidad. La que me
consoló cuando perdimos a papá. La que oró por mí toda su
vida.
Poco después de
enterarnos del diagnóstico de su enfermedad, mi hermana tuvo un bebé. Mi hermano
acababa de casarse con su novia de toda la vida.
Así que me tocó a
mí, la hija del medio, de 27 años, “sin compromisos”, hacerme cargo de ella. Yo
lo consideré un honor.
“Y ahora qué,
Señor?”, pregunté, sentada allí en la iglesia.
Veía mi vida futura
delante de mí, como un abismo vacío. Mi hermano estaba sentado, mirando
estoicamente a la cruz, aferrado a la mano de su esposa.
Mi hermana se
apoyaba en el hombro de su esposo, sosteniendo a su bebé en los brazos. Todos
sufrían tanto, que nadie se dio cuenta de que yo estaba sentada
sola.
Mi lugar había
estado con mi madre; preparándole la comida, ayudándola a caminar, llevándola al
médico, dándole los remedios, leyéndole la Biblia. Ahora ella estaba con el
Señor. Mi trabajo había terminado. Yo me había quedado
sola.
La puerta de la
iglesia se abrió y se cerró bruscamente. Escuché unos pasos rápidos, ahogados
por la alfombra. Un joven, evidentemente muy perturbado, miró rápidamente a su
alrededor y luego se sentó junto a mí. Cruzó las manos y las colocó sobre su
regazo. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Hacía esfuerzos por no
llorar.
“Llego tarde”, me
dijo, aunque no era necesaria ninguna explicación.
Después de las
palabras del pastor, se inclinó hacia mí y me comentó: “No entiendo por qué la
llaman “Margaret”, si se llamaba “Mary”.
“Porque su nombre
era Margaret”, le dije. “No Mary. Nadie la llamaba Mary.”
Interiormente me
pregunté porqué este tipo se habría sentado a mi lado. Estaba molestándome en mi
momento de dolor, con sus lágrimas y sus movimientos nerviosos. Después de todo,
¿quién sería este extraño?
“No, no es cierto”,
insistió, mientras varias personas nos miraban, molestas por nuestros
susurros.
“Se llama Mary.
Mary Peters.”
“No, ésta no es
Mary Peters.”
“¿Esta no es la
iglesia luterana?”
“No. La iglesia
luterana queda enfrente.”
“Oh.”
“Creo… que se
equivocó de funeral, señor.”
La solemnidad de la
ocasión, mezclada con la torpeza de la confusión del muchacho, se mezclaron en
mi interior y me hicieron sentir deseos de reír. Me cubrí la cara con las manos,
esperando que la gente pensara que estaba sollozando. Pero el movimiento de mi
cuerpo y el ruido del banco me delataron.
Algunas personas me
miraron escandalizadas… y eso me causó aun más gracia. Miré la cara atónita,
desconcertada, del joven sentado a mi lado.
El también se reía,
mirando a su alrededor, pensando que ya era demasiado tarde para salir sin que
nadie lo notara. Me imaginé que mamá estaría riéndose desde el
cielo.
Después del último
“Amén”, salimos casi corriendo por la puerta más cercana.
“Creo que ahora
todos van a hablar de nosotros”, sonrió él. Me dijo que se llamaba Rick y que,
dado que se había perdido el funeral de su tía, lo mejor que podía hacer era
invitarme a tomar un café.
Ese hombre había
asistido al funeral equivocado… pero al mismo tiempo, estaba en el lugar justo.
Esa tarde comenzamos una relación que duraría toda nuestra vida. Un año después,
nos casamos en la pequeña iglesia donde él era pastor asistente. Esta vez los
dos llegamos a la misma iglesia, y a tiempo. En mi momento de dolor, Dios me dio
risa. En lugar de soledad, me dio amor. En junio pasado celebramos nuestro
vigésimo segundo aniversario de bodas.
Cuando alguien nos
pregunta cómo nos conocimos, Rick les dice: “Su madre y mi tía nos presentaron,
y realmente fue algo que nos cayó del cielo.”
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