EL INVENTARIO DE
LAS COSAS PERDIDAS
Aquel día lo vi
distinto. Tenía la mirada enfocada en lo distante. Casi ausente. Pienso ahora
que tal vez presentía que ese era el último día de su vida. Me aproximé y le
dije:
-¡Buen día,
abuelo!
Y él extendió su
silencio. Me senté junto a su sillón y luego de un misterioso instante,
exclamó:
-¡Hoy es día de
inventario, hijo!
-¿Inventario? –
pregunté sorprendido.
-Sí. ¡El inventario
de las cosas perdidas! – me contestó con cierta energía y no sé si con tristeza
o alegría. Y prosiguió:
-Del lugar de donde
yo vengo, las montañas quiebran el cielo como monstruosas presencias constantes.
Siempre tuve deseos de escalar la más alta. Nunca lo hice, no tuve el tiempo ni
la voluntad suficientes para sobreponerme a mi inercia
existencial.
Recuerdo también a
Mara, aquella chica que amé en silencio por cuatro años; hasta que un día se
marchó del pueblo, sin yo saberlo. ¿Sabes algo? También estuve a punto de
estudiar ingeniería, pero mis padres no pudieron pagarme los estudios. Además,
el trabajo en la carpintería de mi padre no me permitía viajar. ¡Tantas cosas
no concluidas, tantos amores no declarados, tantas oportunidades
perdidas!
Luego, su mirada se
hundió aún más en el vacío y se humedecieron sus ojos. Y
continuó:
-En los treinta
años que estuve casado con Rita, creo que sólo cuatro o cinco veces le dije “te
amo”.
Luego de un breve
silencio, regresó de su viaje mental y mirándome a los ojos me
dijo:
-“Este es mi
inventario de cosas perdidas, la revisión de mi vida. A mí ya no me sirve. A ti
sí. Te lo dejo como regalo para que puedas hacer tu inventario a
tiempo”.
Y luego, con cierta
alegría en el rostro, continuó con entusiasmo y casi
divertido:
-¿Sabes qué he
descubierto en estos días?
-¿Qué,
abuelo?
Aguardó unos
segundos y no contestó, sólo me interrogó nuevamente:
-¿Cuál es el pecado
más grave en la vida de un hombre?
La pregunta me
sorprendió y sólo atiné a decir, con inseguridad:
-No lo había
pensado. Supongo que matar a otros seres humanos, odiar al prójimo y desearle el
mal. ¿Tener malos pensamientos, tal vez?
Su cara reflejaba
negativa. Me miró intensamente, como remarcando el momento y en tono grave y
firme me señaló:
-El pecado más
grave en la vida de un ser humano es el pecado por omisión. Y lo más doloroso es
descubrir las cosas perdidas sin tener tiempo para encontrarlas y
recuperarlas.
Al día siguiente,
regresé temprano a casa, luego del entierro del abuelo, para realizar en forma
urgente mi propio inventario de las cosas perdidas.
Autor
Desconocido