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Todos los santos la denigran, y todos los hombres cuerdos gobernados por la regla de oro del Dios Apolo, en menosprecio de la cual nos hicimos a la vela para encontrarla en regiones distantes donde más probablemente se halle, a quien por encima de todas las cosas deseábamos conocer: hermana del espejismo y del eco.
Fue una virtud no quedarse, seguir nuestro obstinado y heróico camino buscándola en la cima del volcán, entre hielo apretado o allí donde la pista se había borrado más allá de la caverna de los siete durmientes: cuya ancha y alta frente era tan blanca como la de cualquier leproso, cuyos ojos eran azules, con labios como bayas de fresno, y el cabello de miel ondulante cubriendo sus caderas blancas.
Una verde savia primaveral agitándose en el bosque joven se prepara a celebrar a la Madre Montaña, cada pájaro cantor trinará un rato para ella; pero a nosotros se nos ha dado, aún en noviembre, la estación más cruel, tal agudo sentido de su magnificencia desnuda que olvidamos la crueldad y la traición pasadas, sin importarnos dónde puede caer el próximo rayo.
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