Dice el viejo Demócrito, y repite Epicuro, que todo en este mundo tejido está con átomos; son el cuerpo y el alma de las cosas las briznas de materia, matriz del parto de los seres, minúsculas hilazas que forman los tapices de cuanto vive y muere en el orbe sellado por el lacre luctuoso de las limitaciones.
¿No sobrevivirá algún átomo nuestro después que los del cuerpo se diluyan fugaces migajas del olvido, continicios oscuros, residuos de la vida, volátiles adioses, silencios que navegan por su mar de vacíos; y ese superviviente traspasará fronteras de enigmas hasta entrar en un reino de albricias, libertad desatada de mentales grilletes, un aldabón que toca la puerta de un quién sabe, fulgor autoconsciente que llamea evidencias en las que el pensamiento, ya puro, será súbdito del Átomo Divino, permanente y triunfal del tiempo y el espacio, entusiasta vasallo de un Señor que lo adentra en su feudo gozoso del Amor, la Belleza y la Sabiduría océano infinito que es la Eterna Conciencia?
Amemos y creamos, y trepemos la escarpa resbaladiza siempre de dudas que nos punza la muralla de átomos que nos alce a lo eterno.
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