Esa flor que posabas En el vértice agudo de tus días Que eran también los míos -si me lo concedes- y era un peligro audaz, un tanto dulce, Dejarla allí, invocarla A través de la canción de los solitarios O de las grandes derrotas; esa flor Por ti acostada En la trémula frontera que tu pecho Hace con lo terrible, con lo que queda lejos, Con lo que cae allende nuestros sueños, Se mustió durante cien albas bien frías; De su ceniza brotó la única rosa. Y era aquel tiempo triste, ciertamente. Llovía mucho en torpes calendarios, En los días jueves, en los abrigos lentos; En las pálidas semanas de un amor, Y nosotros, los fugitivos De todos los deseos, Manchábamos los colores de los retratos Con gestos esquivos, con miradas Codiciosas de la insegura partida, Y era aquel tiempo grande porque teníamos rosas. A veces nos sorprendemos Persiguiendo los recuerdos como tal vez procura Un marinero ciego con sus ojos El engaño de una luz que viene del mar, Y volvemos allí para caer de nuevo, Para dejar partir esos expresos Que desgarran el amanecer porque desean Otras ciudades puras, algún lugar sin nombre; Para darle a esa noche que no nos lo merece La moneda de oro restregada Por la rara amistad que provocan los versos. No debemos dejar que el viento de la impiedad Derroque una atalaya de inocencia O que no queme el vuelo un ángel negro Derramado en las almas. Porque estamos seguros De que para ahogar de nuevo la mocedad Precisamos manos limpias y agua clara, Y saber que arrasamos un jardín Y alguna primavera, que perdimos Quizás alguna vida Para volver a la vida y encontrarnos, Pero no los recuerdos ni la rosa. De AdeusNorte, 1991
|