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El Gran Océano
SI de tus dones y de tus destrucciones, Océano a mis manos pudiera destinar una medida, una fruta, un fermento, escogería tu reposo distante, las líneas de tu acero, tu extensión vigilada por el aire y la noche, y la energía de tu idioma blanco que destroza y derriba sus columnas en su propia pureza demolida.
No es la última ola con su salado peso la que tritura costas y produce la paz de arena que rodea el mundo: es el central volumen de la fuerza, la potencia extendida de las aguas, la inmóvil soledad llena de vidas. Tiempo, tal vez, o copa acumulada de todo movimiento, unidad pura que no selló la muerte, verde víscera de la totalidad abrasadora.
Del brazo sumergido que levanta una gota no queda sino un beso de la sal. De los cuerpos del hombre en tus orillas una húmeda fragancia de flor mojada permanece. Tu energía parece resbalar sin ser gastada, parece regresar a su reposo.
La ola que desprendes, arco de identidad, pluma estrellada, cuando se despeñó fue sólo espuma, y regresó a nacer sin consumirse.
Toda tu fuerza vuelve a ser origen. Sólo entregas despojos triturados, cáscaras que apartó tu cargamento, lo que expulsó la acción de tu abundancia, todo lo que dejó de ser racimo.
Tu estatua está extendida más allá de las olas.
Viviente y ordenada como el pecho y el manto de un solo ser y sus respiraciones, en la materia de la luz izadas, llanuras levantadas por las olas, forman la piel desnuda del planeta. Llenas tu propio ser con tu substancia.
Colmas la curvatura del silencio.
Con tu sal y tu miel tiembla la copa, la cavidad universal del agua, y nada falta en ti como en el cráter desollado, en el vaso cerril: cumbres vacías, cicatrices, señales que vigilan el aire mutilado.
Tus pétalos palpitan contra el mundo, tiemblan tus cereales submarinos, las suaves ovas cuelgan su amenaza, navegan y pululan las escuelas, y sólo sube al hilo de las redes el relámpago muerto de la escama, un milímetro herido en la distancia de tus totalidades cristalinas.
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