Nuestro compromiso con la vida es desarrollar el amor, empezando por el amor propio, hasta que nos sea posible mover el amor incondicional en todas las situaciones. Sólo cuando nos acogemos íntegramente, cuando integramos nuestras sombras (en vez de excluirlas), es que empezamos a comprender el amor. El amor no acepta condiciones. Él no depende de la perfección, no exige belleza, no alimenta expectativas. Él simplemente lo es. Y ese propósito mayor se presenta a todos los momentos. Él es parte integrante de todas las relaciones que vivimos. Me atrevo a decir que las relaciones sirven para relacionarnos con nosotros. El otro es sólo un espejo que nos presenta el aprendizaje atraído, que se convierte en una clave en nuestra percepción, que nos da una señal de alerta. Cada persona a su alrededor es, en verdad, un portal de acceso a un nuevo usted. por lo tanto, todas las experiencias son válidas. Calificarlas como buenas o malas revela una percepción limitada al mundo tridimensional, pues, a los ojos del Ser, son, todas, engrandecedoras. Percibran que las experiencias que calificamos como malas son, por regla general, las que exigen que renazamos, las que exigen que regatemos nuestra fuerza y nuestro amor propio. Es necesario que abandonemos todas las culpas y todos los arrepentimientos, comprendiendo que jamás atentamos contra el otro, sólo vivimos la experiencia planificada por ambos. Así nos desprendemos de los mecanismos de limitación que se nos han impuesto: culpa, miedo, inseguridad, desesperanza, inferioridad. Estamos trascendiendo patrones en favor del colectivo. Estamos, individualmente, pavimentando el camino de regreso al hogar para los que vienen a seguir. Estamos reconociendo nuestra propia divinidad a través del amor propio y de la autorresponsabilidad. Se ama incondicionalmente para que, finalmente, el mandamiento mayor tenga sentido: "ame a su prójimo como a sí mismo".
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