La gracia se derrama en mi vida cuando abro mi corazón a la bondad y luz de Dios, especialmente durante tiempos oscuros. Yo no hago que la gracia suceda, mas puedo elegir permanecer receptivo a que ocurra. La gracia viene espontáneamente, pero mi receptividad acoge su presencia como una efusión de amor. Puedo sentirla plenamente en mi corazón. A veces, mi mayor aprendizaje y crecimiento provienen de lo que parecían ser adversidades o errores.

He ahí cuando experimento la gracia. El monje budista Thich Nhat Hanh escribió: “Sin lodo, no hay flor de loto”, lo que significa que el alma florece a través de dificultades y pruebas. La gracia es el poder que me ayuda en tiempos difíciles llevándome a nuevos aprendizajes.

El Jueves Santo lleva ese nombre debido al mensaje que Jesús compartió con sus discípulos en el aposento alto durante la Última Cena. En el Evangelio de Juan 13:34, Jesús les dice: “Un mandamiento nuevo les doy: Que se amen unos a otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes unos a otros”.

Antes de darles ese mandamiento, él lavó los pies de sus discípulos, diciendo: “Porque les he puesto el ejemplo, para que lo mismo que yo he hecho con ustedes, también ustedes lo hagan” —Juan 13:15. Honro éstas palabras y sigo el ejemplo de Jesús. Honrando Su mandamiento sirvo a otros, encontrando la presencia de Cristo en todos. Mahatma Gandhi compartió: “La mejor manera de encontrarte a ti mismo es perdiéndote sirviendo a otros”.

Si lucho por perdonar, recuerdo el ejemplo de Jesús, quien le pidió a Dios que perdonara a quienes lo estaban crucificando. Si siento un dolor demasiado grande como para perdonar, afirmo que, en la Verdad, el amor de Dios está destinado a todos, sin importar lo que hayamos hecho. Recuerdo que el perdón es un proceso, y soy gentil y paciente conmigo mismo.

Practico el autoperdón y recuerdo que según la naturaleza humana somos menos tolerantes con nosotros mismos que con los demás. El amor de Dios sana todo dolor y me ayuda a perdonar a personas, experiencias y situaciones.

Nada está más allá de mi capacidad de perdonar porque, en Dios, nada es imperdonable. Mientras practico el perdón, dejo ir por completo.

Tal vez no sepa lo que guarda el futuro. Puede haber aspectos de mi vida que me gustaría mejorar, o quizá me sienta abatido o descorazonado pensando en una situación que todavía no se ha solucionado. Sin importar las circunstancias en mi vida, sé que Dios está en todo y en todos. Esta seguridad interna es fe.

Mi fe me proporciona confianza en la totalidad de Dios, a pesar de las condiciones del mundo que me causen preocupación. Pienso en los seguidores de Jesús después de la crucifixión, pero antes del amanecer del tercer día, qué sombrío debe haberles parecido el mundo. No sabían qué ocurriría el día siguiente, mas su fe los sostuvo.

Hoy miro más allá de lo que me preocupa y, con fe, afirmo salud, paz, prosperidad y amor, todos los aspectos del ser espiritual que son mi herencia divina.

En la tarde del día de la resurrección, sin ser reconocido, Jesús se acercó a dos de sus seguidores según ellos iban de Jerusalén hacia Emaús. Luego de haber aceptado la invitación para quedarse a cenar con ellos, Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se los dio. “En ese momento, se les abrieron los ojos, y lo reconocieron; pero él desapareció de su vista”.

Más tarde, los dos seguidores de Jesús les dijeron a los demás cómo el Cristo resucitado se les apareció como una presencia viviente, y que lo habían reconocido cuando partió el pan. La Pascua de Resurrección celebra al Cristo resucitado, una presencia inmortal libre de toda limitación, que espera ser reconocida en cada persona y vida. Reconozco a Cristo en mi familia, mis amigos y en mi comunidad.

Cada día pueden ocurrir situaciones que perturben mi paz mental: retos de salud (de mis seres queridos o míos), preocupación por la economía o el ambiente en mi trabajo, o estrés según crío un adolescente voluntarioso o cuido de un familiar.

Supero estos momentos de estrés cuando me conecto conscientemente con el amor divino que mora en mí. El amor es el poder que anima mi espíritu.

Respiro profundamente, calmo mis pensamientos y permito que todo a mi alrededor se disipe. Yo soy uno con Dios y, en esta unidad, encuentro un sentimiento profundo de paz. Dejo que el amor despeje mi alma. Tengo fe en que, con Dios, puedo superar todo obstáculo.

La compasión me ayuda a expresar amor y amabilidad. Cuando demuestro compasión, me pongo en el lugar de la otra persona mediante la empatía y la comprensión. Ser compasivo hace que yo pueda ver más allá del comportamiento de la persona, sin juzgar, y apreciar el Cristo en ella. Entonces, soy capaz de actuar con amor y ternura porque he recordado que todos estamos unidos en Dios.

Demuestro compasión por los demás cuando los veo por medio del amor y no del juicio y la condena, cuando respeto sus creencias. Esto puede ser retador, mas continúo con compromiso y determinación. La compasión afianza todo mi ser en el amor y, cuando lo que pienso, digo y hago lo hago partiendo del amor, puedo ser afable y benévolo.