Había una vez un hombre que buscaba la verdad
Muchas veces había escuchado de boca de hombres con fama de ser sabios que la verdad era una luz radiante, que iluminaba hasta el más oscuro de los rincones de la ignorancia.
El hombre buscó y buscó la luz de la verdad, y al no encontrarla empezó a decir que la verdad no existía.
Una noche muy clara, cuando bajó a su aljibe a buscar agua vio en lo profundo el brillo de un círculo enorme reflejado en el fondo del pozo.
-Es la verdad- pensó-¡¡Existe! !… Y la tengo yo en el jardín de
mi casa.
Henchido de orgullo y vanidad salió a gritar por el pueblo que tenía la verdad brillando en el fondo de su pozo de agua.
Muchos se burlaron de él y el hombre los trató con desprecio.
-Éstos son como yo era-pensó-, no creen en la verdad porque
nunca la han encontrado.
Otros simplemente no le creyeron.
-Escépticos-les gritó.
Unos pocos lo escucharon con atención. No sólo creyeron en su palabra sino que le aseguraron que también ellos tenían la verdad en su aljibe.
De alguna manera estos últimos lo irritaron aún más que los que desconfiaban de él.
Pero se calmó pensando que no debía enfadarse,. Después de todo eran pobres ingenuos que vivían engañados creyendo ser los poseedores de la verdad aunque por supuesto no la tenían, ciertamente. Cómo podrían tener la verdad_se decía_ si él mismo
la tenía en su pozo. Sin embargo, después de ir a la casa de algunos, los más amigos, comprobó que la luz de sus pozos no sólo era real sino que, además, era por lo menos tan radiante como la del suyo.
_Ahora comprendo. Hay muchas verdades_concluyó _Cada uno tiene la propia y todas irradian su propio resplandor.
Un día al visitar el pozo para dejar que la verdad iluminara su rostro, miró en el fondo y no encontró el brillante círculo luminoso. Él no lo entendió, pero lo que sucedía era simplemente que el pozo no llegaba a reflejar la luz de la luna que a pesar de todo brillaba radiante en el cielo.
Pensó que la verdad lo había abandonado, y se sintió triste y
desesperanzado.
En un retorno a lo divino alzó los ojos llorosos al cielo… y la vio.
Entonces comprendió.
La luz de su aljibe no venía desde adentro. La suya y la de otros era el reflejo de la luna en el firmamento espejada dentro de cada pozo. Así evoluciona nuestra relación con la verdad.
Todos empezamos desconfiando de que alguna verdad exista.
Antes o después descubrimos un pedacito de ella y nos enamoramos de nuestro descubrimiento. Nos creemos superiores
y dotados, portadores de la verdad única e incuestionable.
Con el tiempo nos vemos obligados a aceptar que hay otros que también tienen su verdad; y después de intentar descalificarlos sin éxito, los incluímos en la lista de elegidos, que por supuesto
integramos, en la nómina de aquellos que encontramos la verdad.
Finalmente nos damos cuenta de que la verdad no es algo que
alguien pueda poseer. Aceptamos nuestras limitaciones y nos conformamos con poder acceder aunque sea al tibio reflejo de su luz, y esto ni siquiera permanentemente.
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