La exaltacion de la cruz El origen de la fiesta
La fiesta de la exaltación de la Santa Cruz se remonta a la primera mitad del s.IV. Según la "Crónica de Alejandría", Elena redescubrió la cruz del Señor el 14 de septiembre del año 320. El 13 de septiembre del 335, tuvo lugar la consagración de las basílicas de la "Anástasis" (resurrección) y del "Martirium" (de la Cruz), sobre el Gólgota. El 14 de septiembre del mismo año se expuso solemnemente a la veneración de los fieles la cruz del Señor redescubierta. Sobre estos hechos se apoya la conmemoración anual, cuya celebración es atestiguada por Constantinopla en el s.V y por Roma a finales del VII.
Tiempo después, a principios del siglo VII, los persas saquearon Jerusalén, destruyeron muchas basílicas y se apoderaron de la Cruz en la que había muerto el Señor, hasta que pocos años más tarde el emperador Heraclio recuperó la Cruz.
Las iglesias que poseían una reliquia de la cruz (Jerusalén, Roma y Constantinopla) la mostraban a los fieles en un acto solemne que se llamaba "exaltación", el 14 de septiembre. De ahí deriva el nombre de la fiesta.
Para los cristianos, la cruz significa, dentro de la historia de amor divino que supone el Evangelio, el mayor abajamiento y despojamiento del Hijo (kénosis) y su mayor exaltación, pues es ahí donde nos mostró que su amor no tenía límites y que ni siquiera el miedo a la muerte podía hacerle retroceder en su compromiso por la salvación de todos. Esa humillación de morir en cruz, como un maldito, siendo el Hijo amado del Padre, fue el comienzo de su glorificación, pues el Padre mismo lo "levantó" de entre los muertos y lo resucitó como primicia de nuestra propia resurrección.
La fiesta de la exaltación de la cruz no significa que el cristianismo sea una exaltación del sufrimiento, del dolor o del sacrificio por el sacrificio. Lo que exaltamos en esta fiesta no es la cruz (un instrumento más de tortura y ejecución como el cadalso o la silla eléctrica), sino el amor incondicional de un Dios que compartió nuestra condición humana y se comprometió con la realización del Reino hasta el final. Exaltamos al Crucificado que, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo (cf. Jn 13,1); exaltamos al Dios que, como Abrahán, entregó a su Hijo Único, a su amado, para que todos tengamos vida en su nombre (cf. Jn 3,16; cf. Gn 22,2).