No quise madre el soplo de vida que me diste. No quise ser de tus placeres incómodo accidente. Todo hubiese querido si con amor me hubieses engendrado.
No quise ser el ser con quien compartes el plato del alimento que no tienes. No quise ser un niño sin sueños ni ilusiones… el limosnero de la esquina, astroso y maloliente. Añoré los juguetes que no tuve, tu abrigo y tu cuidado, los estudios… el tiempo que no me dedicaste.
¡Qué escasa dicha ofrece la vida en la miseria!
Otro ha de ser el mundo de la infancia, distinto de mi mundo de tristeza. Un sueño lúdico de risas y de afecto, al calor de unos padres protectores. Un regazo maternal que desvanezca los verdugones del juego, la fiebre y los dolores. El abono que nutra la semilla de una existencia digna; ejemplo paternal en que se mire la vida que se está formando.
No son los hijos para la soledad remedio, muñecos que curen el hastío, mendigos que entreguen sus limosnas a los mayores que deberían cuidarlos, criaturas forzadas al trabajo, siervos rendidos por las labores diarias.
Es preciosa la vida que tan fácil puede plantar el hombre. Al mundo viene para ser servida, ajena al sacrifico de padres sin ventura, aguardando una estrella prodigiosa y confiando en la previsión de sus autores.
Porque los amo, hijos, sin haber nacido, no los traeré a mi mundo para ofrecerles nada.