El sauce llorón
En tiempos muy, muy lejanos, el sauce no tenía
ramas flexibles, dobladas hacia abajo como ahora, sino largas,
derechas y lucientes, apuntando al cielo, y estaba muy orgulloso de eso,
así como de su fronda de un precioso color verde brillante. Un poquito
demasiado orgulloso quizá. Greda a la orilla de un río y se asomaba,
satisfecho, en el espejo de aquellas límpidas aguas. Además de un poco
demasiado orgulloso era también seguramente un tanto vanidoso.
Un día
pasó por allí un comerciante perseguido por los bandidos. En todo el
paraje no había un solo matorral, ni un peñasco, ni una caverna, ningún
sitio donde esconderse para encontrar refugio.
Entonces el comerciante suplicó al sauce:
—Curva tus ramas a tierra, son flexibles, lo lograremos. Crea un refugio para mí y te lo agradeceré toda la vida.
—¡Ni que estuviera loco! —contestó el sauce—.
Ningún árbol tiene unas ramas tan largas, derechas y lucientes como
las mías. Mira el roble, la encina, el olmo, las tienen torcidas y
rugosas, feas. No, no renunciaré nunca a mi belleza para ayudar a un
simple mercader.
El pobrecillo, desesperado, reemprendió la huida.
Pasaron algunos días y llegaron a la orilla, otros fugitivos, un hombre y una mujer jóvenes, ella con un niño pequeño en los brazos.
También ellos eran perseguidos, no por los ladrones, sino por una patrulla de soldados armados con espadas y puñales que gritaban y corrían como el viento. Estaban a punto de dar alcance a los tres.
La joven mujer con el niño en brazos se dirigió al sauce.
—Te lo suplico, pliega tus largas ramas a tierra, escóndenos de los que nos persiguen.
—¡Ni que estuviera loco! —respondió el sauce—.
Ningún árbol tiene unas ramas tan largas, derechas y lucientes como
las mías. Mira el roble, la encina, el olmo, las tienen torcidas y
rugosas, feas. No, no renunciaré nunca a mi belleza para salvar a unos
desconocidos.
Entonces ocurrió algo extraordinario.
El niño
pequeñísimo en brazos de su madre alzó la manita al cielo y luego la
bajó. El sauce sintió que sus largas, rectas y lucientes ramas se
plegaban a tierra, cada vez más, hasta formar una especie de cabaña
verde impenetrable. Y allí dentro se escondió la mujer, el hombre y el
niño pequeñín.
Los soldados pasaron por allí
al lado, no se dignaron ni a mirar aquella especie de matorral y
siguieron corriendo hasta desaparecer. Al punto los tres fugitivos
dejaron el verde refugio y reemprendieron su camino.
El sauce entonces comenzó
a contorsionarse con fuerza para tratar de enderezarse, pero no lo
consiguió. Sus bellas ramas no querían ponerse rectas, se miraban como
en un espejo en el agua del río, plegadas hasta rozarla.
Desesperado, el sauce comenzó a llorar.
Y sus hojas cambiaron de color.
De verde brillante que eran, veladas por las lágrimas, pasaron a ser verde-plata.
Las ramas quedaron mirando a tierra para siempre, tal como la cabeza de alguien que está llorando.
Y desde entonces los hombres dieron en llamar a aquel árbol, sauce llorón.
Rossana Guarnieri
Cuentos y leyendas cristianos
Madrid, Ediciones RIALP, 2008