El loro que decía «te quiero»
Tal
vez porque era huérfana de madre y su padre estaba siempre fuera de
casa, Beatriz había crecido como una niña triste y solitaria. En su
escuela la llamaban «Raratriz» porque se sentaba sola y nunca quería
participar en los juegos de sus compañeros.
En casa, después de hacer los deberes, se encerraba en su habitación a leer hasta que le entraba sueño y se dormía.
A
menudo tenía esta pesadilla: Beatriz estaba en una isla desierta que
jamás había visitado ningún barco. Allí pasaba frío por la noche, y
durante el día hambre y sed, pues la única comida y bebida que tenía
era la pulpa y el agua de los cocos.
Al
despertar se decía: «Mi vida tampoco es tan diferente.» Beatriz no
tenía amigos y los días se amontonaban sin sentido, uno tras otro, como
cocos que caen de las palmeras.
Como
dormía mal por la noche, por la mañana tenía mucho sueño y pocas
fuerzas para hablar con su padre, que veía las noticias y luego salía
corriendo a la oficina. Trabajaba hasta tan tarde que, al regresar,
Beatriz ya dormía, es decir, se despertaba en su isla desierta llena de
cocoteros.
Ella
se preguntaba si su padre la quería o si había llegado a este mundo
por casualidad, pues él nunca la abrazaba ni le daba besos. Tampoco le
decía cosas bonitas.
Las conversaciones eran así:
—Beatriz, no te olvides la carpeta con tus deberes como ayer.
—Sí, papá.
—¿Ya has puesto en la bolsa tu desayuno?
—Sí, papá.
—Y no se te ocurra cruzar con un semáforo en rojo o en amarillo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
No
hablaban mucho más porque su padre, quizás, era tan tímido como ella.
Tal vez él también vivía en una isla que jamás era visitada por ningún
barco...
Pero un lunes por la mañana sucedió algo extraordinario que cambiaría para siempre la vida de Beatriz.
Aún
no había logrado despertarse del todo cuando tuvo la sensación de que
la observaban. Sin embargo, al abrir los ojos vio que en la habitación
no había nadie. Ni siquiera se oía el murmullo del televisor: señal de
que su padre ya había salido y le había dejado el desayuno encima de la
mesa.
Y
entonces, al volver la cabeza hacia la ventana, lo vio. Sobre las
cuerdas del tendedero había un loro grande y verde que la miraba
ladeando la cara.
Cuando
se recuperó del susto, Beatriz se preguntó de dónde habría salido
aquel pájaro y qué hacía allí, espiándola. Llena de curiosidad, saltó
de la cama y abrió la ventana para verlo mejor:
—¡Lorito, lorito, ven aquí! —lo llamó en voz baja, para que no se asustara.
Seguro
que se había escapado de algún piso del vecindario, pues el loro
respondió a esta llamada recorriendo la cuerda con sus patas grises
hasta llegar muy cerca de Beatriz.
—¿Te has perdido? —le preguntó—. ¿Vienes de una isla lejana, llena de cocoteros?
El
pájaro entonces se dio impulso con las patas y alzó un poco de vuelo
hasta posarse en el brazo de Beatriz, que primero se asustó muchísimo.
Cuando entendió que el loro no le picaría y que quería ser su amigo, lo
encerró en su habitación, le puso un vaso de agua, y un plato con
migas de pan y se fue muy feliz a la escuela .
Al
mediodía llamó a su padre desde el comedor de la escuela para
explicarle lo que había sucedido y le pidió que por favor le dejara
tener el loro. Había decidido llamarle Tequila porque imaginaba que
venía de un país muy lejano, donde se bebía este licor.
Su
padre era silencioso pero muy atento. Por eso, cuando Beatriz volvió a
casa por la tarde, Tequila ya estaba instalado dentro de una gran
jaula dorada, con el comedero lleno de pipas.
—¡Hola! —la saludó el loro con voz estridente.
—¡Recórcholis, pero si sabes hablar! —exclamó ella—. A ver si aprendes a decir mi nombre: Beatriz, Beatriz, Beatriz…
Tequila ladeaba la cabeza, como un alumno que atiende a la lección, y movía el pico, pero no lograba repetir su nombre.
Como Beatriz había leído que los loros y periquitos tienen mucha facilidad para pronunciar la erre, le dijo:
—Llámame entonces Raratriz, como en la escuela: Raratriz, Raratriz...
Antes de que repitiera su mote por tercera vez, el loro exclamó:
—¡Raratriz!
Y su orgullosa dueña saltó de alegría.
Aquel
fue un día muy bonito y emocionante, pero después de que la canguro le
pusiera la cena, Beatriz estaba tan cansada que se metió en la cama y
se durmió en seguida.
Cuando la claridad de la mañana la despertó, Tequila estaba pelando una pipa, que sostenía con una de las patas.
—¡Buenos días, Tequila! —le dijo—. ¿No saludas a tu Raratriz?
El loro terminó de pelar la pipa, se la comió con gran placer y luego gritó:
—¡Te quiero!
A
Beatriz se le escapó un grito de emoción al oírlo. Luego pensó que era
extraño que el pájaro hubiera hablado como los protagonistas de las
series de televisión. ¿Sería aficionado a los culebrones cuando vivía
con su antiguo amo? ¿O había sido propiedad de unos recién casados que
se declaraban su amor delante de él?
No había manera de saberlo.
También
podría haber sido una casualidad. Los loros juegan con las palabras
que van oyendo y de vez en cuando sueltan algo que tiene sentido.
«Debe de ser eso», pensó Beatriz.
Sin embargo, la mañana del miércoles, Tequila le despertó con idéntico saludo:
—¡Te quiero!
—¿Quién te ha enseñado estas cosas? —le riñó Beatriz—. Esas son palabras de personas mayores.
Como
los loros hablan pero no conversan, Tequila se quedó mirando a su
dueña y amiga con gran interés, pero no dijo nada más. Luego peló otra
pipa.
Cuando el jueves, de buena mañana, el loro volvió a gritar «¡Te quiero!», Beatriz decidió investigar.
Había
algo muy raro: durante la tarde y la noche, Tequila sólo decía cosas
como «¡Hola!», «¡Raratriz!» o «¡Recórcholis!». Las declaraciones de
amor sólo las hacía por la mañana.
Aprovechando que su padre aún estaba tomando el café, Beatriz corrió a explicarle este misterio.
Al
contarle lo que sucedía, el hombre se puso muy rojo y empezó a
aclararse la voz. No le dio ninguna respuesta. Luego se levantó, se
despidió de su hija con un beso y salió de casa con su cartera.
De repente Beatriz lo entendió todo y le entraron muchas ganas de llorar, pero de felicidad.
Tequila
repetía cada mañana lo que oía por la noche: aquello que le decía su
padre cuando entraba en su habitación mientras estaba dormida.
Dr. Eduard Estivill; Montse Domènech
Cuentos para crecer: Historias mágicas para educar con valores
Barcelona: Editorial Planeta, 2006