Había una joven muy rica que tenía de todo, un marido maravilloso, hijos perfectos, un empleo que le daba muchísimo bien, una familia unida. Lo extraño es que ella no conseguía conciliar todo eso, el trabajo y los quehaceres le ocupaban todo el tiempo y a su vida siempre le faltaba algo en algún área.
Si el trabajo le consumía mucho tiempo ella lo quitaba de los hijos; si surgían problemas dejaba de lado al marido, y así, las personas que ella amaba eran siempre dejadas para después, hasta que un día su padre, un hombre muy sabio, le dio un regalo: una flor carísima y rarísima de la cual sólo había un ejemplar en todo el mundo.
Él le dijo: hija, esta flor te va a ayudar mucho más de lo que te imaginas. Tan sólo tendrás que regarla y podarla de vez en cuando y a veces conversar un poco con ella, y te dará a cambio ese perfume maravilloso y esas grandiosas flores. La joven quedó muy emocionada, a fin de cuentas la flor era de una belleza sin igual.
El tiempo fue pasando, los problemas surgieron, el trabajo consumía todo su tiempo y su vida, que continuaba confusa, no le permitía cuidar de la flor.
Ella llegaba a casa, la miraba y sus flores todavía estaban ahí, no mostraban señal de flaqueza o muerte, apenas estaban ahí, lindas y perfumadas. Entonces ella pasaba de largo. Hasta que un día, sin más ni menos, la flor murió. Ella llegó a casa y se llevó un susto. Estaba completamente muerta, sus raíz estaba reseca, sus flores caídas y sus hojas amarillas. La joven lloró mucho y contó a su padre lo que había ocurrido. Él entonces respondió:
Ya me imaginaba que eso ocurriría y no te puedo dar otra flor porque no existe otra igual a esa, ella era única al igual que tus hijos, tu marido y tu familia. Todos son bendiciones que el Señor te dio, pero tú tienes que aprender a regarlos, podarlos y darles atención, pues al igual que la flor, los sentimientos también mueren.
Te acostumbraste a ver la flor siempre allí, siempre florida, siempre perfumada, y te olvidaste de cuidarla. ¡Cuida a las personas que amas!
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