Despedida al piano
Tristes los ojos, pálido el semblante, de opaca luz al resplandor incierto, una joven con paso vacilante su sombra traza en el salón incierto.
Se sienta al piano: su mirada grave fija en el lago de marfil que un día aguardó el beso de su mano suave para rizarse en olas de armonía.
Agitada, febril, con insistencia evoca al borde del teclado mismo, a las hadas que en rítmica cadencia se alzaron otra vez desde el abismo.
Ya de Mozart divino ensaya el estro, de Palestrina el numen religioso, de Weber triste el suspirar siniestro y de Schubert el canto melodioso.
-¡Es vano! -exclamó la joven bella, y apagó en el teclado repentino su último son, porque sabía ella que era inútil luchar contra el destino.
-Adiós -le dice-, eterno confidente de mis sueños de amor que el tiempo agota, tú que guardabas en mi edad riente para cada ilusión alguna nota;
hoy mudo estás cuando tu amiga llega, y al ver mi triste corazón herido, no puedes darme lo que Dios me niega: ¡la nota del amor o del olvido!
Salvador Díaz
|