El Colegio.
Ojiverde, ceñudo… Flaco… Gallo de “troya”, “trompis”, “pútzes” y béisbol, que puso “media luna” al “papagayo”, soñando herir al sol,
y correteaba al tren ciego de humo, furia en los ojos y guijarro en mano, para volver, sangrante y taciturno, por la fuga del tren y del guijarro.
¡Faroles de Izamal que me sirvieron para afinar el tino de mi piedra!… ¡cristales que prendieron sus pupilas opacas en la hiedra!…
1 más 2… 3 burros… X… Z… La cruz del alfabeto que es aún como agobio mortal… Y la palmeta… Y el espanto… ¡Fuera de clase, tú!…
Me hiciste un traje igual al del muchacho rico que un día, en clase, se alejó del banco y me llamó “borrico” porque iba remendado mi trajecito blanco…
¡Y esa otra vez!… ¡Al recordarla vibro!… ¡Como te pusiste a llorar porque en casa no había para comprarme un libro y porque no tenía yo ganas de estudiar!…
En el viejo cansancio pueblerino balbucí mis primeras tonterías en versos que enseñabas al vecino, leías, me mirabas y reías…
Reías con no sé qué de venturoso de plácido, de dulce, de amoroso, mostrándome los dientes apretados y blancos, blancos, blancos…
Con tu sonrisa limpia me alentabas, madre siempre tan buena, crucificada en tu sagrado nombre, ¡crucificada en la ilusión suprema de ver un beso transformado en hombre!…
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