La ciudad proyectaba esta tragedia al inicio del otoño con el paisaje de los cafés soñolientos recién llegada la noche en las almas despobladas. Eran todos los mismos personajes de novela en otra hora muerta pero un poco románticos y viejos. Conformaba el acto y la parábola aquella singladura de cualquier extranjero que nombrara los días en los que fuimos islas cercadas por la fiebre del otoño. Solitarios ojos de dama que alguien recordaba tristes o azules en enero eran ahora un río perdido. La diletancia cercaba semejante metamorfosis.
En lo más profundo de los vasos la evocación al mito en la otra orilla de la noche que se abría por caminos de gárgolas. Los pasos dejaban una estela de carcajadas. Y el arte de magia de aquel telón que nunca cae dejaba embelesado a tan glorioso público. Así se deslizaba el tiempo en calendarios con lámina de algún impresionista francés donde medir los días que caían como lluvia incesante en sus grises corazones.