Hay noches que nadie se imagina. Cosas que pueden suceder y te hacen sentir diferente. Noches en las cuales resurge la amistad que creías perdida.
Crees que la esperanza está perdida y de pronto, te das cuenta que tienes mucho para contar, decir, sentir, vivir.
Esa llamada, esa visita, te llenan de un sentimiento extraño. Vuelves a vivir sin pensarlo. No creías que una conversación, un café, una sonrisa te pudieran volver a la vida.
La amistad renace, porque la esperanza en una llamada, un encuentro, te alegran la vida. Es sencillo y no lo crees. De repente, no quieres irte. Quieres estar ahí. Quedarte. Sentir que lees poemas, libros, apuntes. Cuentas historias, anécdotas. Eres distinto, te sientes diferente.
Si ves lágrimas en tu amigo, no preguntes qué le pasa. Abrázalo, siéntelo, consiéntelo. Él te dirá todo sin hablar. De pronto te dará un beso y comprenderás que has hecho una labor, sin imaginarte.
No creas que tus problemas sean demasiado pesados. Los demás también tienen problemas. Grandes, pequeños, pero problemas. No escuchamos, porque preferimos hablar, contar los nuestros
Muchas veces, ni hablamos con los hijos. No los escuchamos. Nos quieren decir cosas, pero no nos interesan. Quieren recostar sus cabezas en nuestro hombro, pero no nos importa.
No abrazamos, no sentimos, no consentimos. Por eso, muchas veces perdemos, aunque creamos que hemos ganado.
La amistad con los hijos también es necesaria. Los vemos llorar y solamente les preguntamos “qué les pasa”, pero no les sonreímos, ni los abrazamos. Eso no se puede olvidar.