La noche parecía hecha para nosotros, así que nos acabamos encontrando sin una mera sospecha, arropados por el ruido y la embriaguez, la luz de la luna no importaba nada, como si el azar hubiera dispuesto aquel cruce de miradas, aquella primera sonrisa que nos metió el uno en el otro, tan dentro de ti misma y de mí mismo, que después del fuego y de las cenizas solo quedó el deseo íntimo de tenernos en silencio, como si el tiempo nos regalara un pedacito de amor en un instante que se pierde, pero no pudimos olvidar lo ocurrido a pesar del riesgo y la locura, porque ya los dados giraban en el aire, y sobrevinieron las palabras que desataron las caricias y aquel beso en la oscuridad que se hizo esperar, y de qué manera, y luego -como suele ocurrir- siguieron otros besos que despertaron otras inquietudes en nuestras entrañas, y una ráfaga de caricias contenidas nos recordó que los días sin ternura son días olvidados para siempre, y así, abrazados en un susurro, confundidos en una única mirada, nos prometimos no morirnos nunca
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