El sabio casi nunca hablaba. Era uno de esos mentores que consideran que la enseñanza más elocuente es el silencio y la vibración más pura y reveladora la de la quietud. Los iniciados, en cambio, parloteaban si cesar y se perdían en toda suerte de opiniones. Unos aseguraban que hay un principio trascendente y
otros lo negaban; unos insistían en que lo único fiable era la experiencia sensorial y otros en que solo lo era el universo de las ideas; unos señalaban la necesidad de indagar en la metafísica y otros en las distintas filosofías de la historia. Todos hablaban, aunque ninguno prestaba atención a los demás. Solo jugaban con las opiniones, los puntos de vista y las abstracciones. El sabio era muy paciente. Se preguntaba a qué venían esos hombres si sólo estaban interesados en sus entretenimientos intelectuales y no tenían oídos para la genuina enseñanza.
Un día decidió reunirlos y les dijo:
-Sois como lavanderas.
-¿Cómo lavanderas? -preguntaron mirándose unos a otros extrañados-, ¿qué queréis decir con eso?
-Vosotros sabréis, ya que domináis las palabras y su interpretación.
-Pues no entendemos qué tenemos que ver nosotros con unas lavanderas.
-Veréis. La lavandera tiene mucha ropa, pero vienen los propietarios de la misma, se la llevan y se queda sin nada. Así sois vosotros. Tenéis un montón de opiniones tomadas de libros, escrituras, filósofos... Mas nada os pertenece. Estáis vacíos. Sois como lavanderas. Seguid especulando. No ganaréis ni un gramo de sabiduría con ello, aunque os divertiréis mucho.