El aire abandona raudo el aposento creando un vacío mudo y hermético, mientras mis pulmones buscan desesperados un soplo de aire nuevo, avivando para ello mi aliento hasta convertirlo en un iracundo jadeo de desmesuradas e interminables exhalaciones que hacen retumbar mis oídos e incluso mi cerebro. Un sudor fío a la vez que seco baja por mi frente helando mis pensamientos y otro torrente aún más rápido y corpulento se resbala por mi cuerpo calándome hasta los huesos, agarrotando cada músculo, dibujando cada gesto. Entonces cierro los ojos y entrego mi ser; entrego mi mente, entrego mi cuerpo, dejo de sentirme responsable de mis movimientos y hecho a correr buscando un lugar donde esconderme del miedo. El miedo, un sentimiento incontrolable y colérico que irrumpe impulsivo en la monotonía del silencio, lanzando al céfiro una profunda y temblorosa voz de lamento. Para mi reloj sólo fue un instante; para mi tal vez un instante, pero un instante eterno.
Rafael de Córdoba, España.
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